PARA QUE NO NOS DEVOREN EL CORAZÓN

 

Alguien dijo aquello sobre la inutilidad de escribir después de Auschwitz. Evocar el horror es regresar a su compleja circunstancia, a sus efectos devastadores en el cuerpo y la conciencia, a la mierda de miedo que se acumula mientras dura la tortura en los charcos del dolor inacabable. Contar eso. Escribirlo. Escribir como decía Celan: el soplo de lo susurrado. Siempre quedará en el espectáculo del terror un ángulo oscuro, las imágenes se descubrirán quietas en un decorado donde predomina el estupor, la seguridad de que lo que sucedió cuando la Junta Militar asesinaba a media Argentina no puede quedar en el silencio, oculto en el jardín de una casa rica donde está enterrada la memoria de una dignidad convertida en invisible. Esa mezcla de luces y de sombras, como el paisaje siempre incompleto del recuerdo. No se puede recordar todo: pero algo sí. El dibujo del escenario, pues, es de negros y grises, apenas blancos, y el rojo de la sangre que se reflejaba en los mapas abruptos de la represión. Entre esa mezcla de colores hay la escritura de Contraluz (Siruela), la última, magnífica y recientísima novela de Sara Rosenberg. El puente entre Argentina y España que lleva del horror al olvido del horror. La búsqueda de los asesinos alimenta la buena escritura. Los asesinos están en alguna parte. No desaparecen. Siguen viviendo a cuerpo de rey en los países de acogida. Como si las huellas de cuando ordenaban los plazos de la muerte pudieran cambiarse por un billete de avión y las tumbas de sus víctimas sellarse con las hojas de un árbol cuando se descuelgan de las ramas en otoño. Los personajes de esta novela no lo saben todo ni siquiera sobre ellos mismos. Tal vez saben de ellos mismos menos que de los demás. Unos a otros se buscan y quizá no lo saben: como pasaba en la Rayuela de Cortázar. Los caminos se cruzan y lo que no se sospechaba como real salta de pronto como el holograma casi pornográfico del espanto. Salen entonces, de ese croma que se presumía virtual, los protagonistas de los tiros y los vuelos asesinos en aquellos siete años de acabar con todo y en los que vinieron luego con la firma de la impunidad al pie de la desmemoria. La escritora sufrió la tortura en las cárceles argentinas de entonces. Y ahora escribe, como dice en las últimas páginas de su libro magnífico, “para que las bestias no puedan devorarnos el corazón”. También para eso leemos. También para eso. También.