POR MIEDO NI POR NADA
Hace unos un par de meses escribía, para la revista de literatura Quimera, que no trago los libros gordos. Y que sólo leería aquellos que escriban los amigos. Al poco rato de enviar el texto a la redacción de Barcelona me llegaba un paquete: Los libros arden mal (Alfaguara), de Manuel Rivas. Seiscientas diez páginas. Nada menos. Un mundo fantástico lleno de personajes que se juntan alrededor de una hoguera. Un mundo que sucede en tiempos diferentes, que va y viene, que nos llena de la buena memoria: la mala memoria es lo otro, lo execrable, el tiempo en llamas urdido por los del crimen a mediados de julio de 1936. Son ellos los que queman libros en la dársena de A Coruña el 19 de agosto de ese año. El homenaje al militar golpista: el alimento que “exige el hambre de un tirano”, como escribía un siglo atrás William Wordsworth. Y como si la hoguera fuera un tiovivo o los colores estridentes de la comedia humana, Manuel Rivas nos pone en el desfiladero de la historia contada como una novela. O al revés. Pero da igual: la historia son los hechos y quienes los protagonizaron. Y esos protagonistas son aquí, en estas páginas descomunales (“esponjosas”, me decía el autor cuando le mostraba mi decisión titánica de emprender su lectura), una mezcla de todos los mejores personajes que he leído en mi vida de lector insaciable. El tiempo corre adelante y atrás, como la memoria, como el corazón de los hombres y mujeres que alimenta las venas o lo que sea del cuerpo magnífico que se levanta en cada uno de los capítulos de esta novela extraordinaria. Con esos personajes ya estuve antes, cuando me llegaban de la mano de Cesare Pavese, de Herman Melville, de Ignacio Aldecoa. Y de Jean Ray, sobre todo de Jean Ray. El mar está ahí, con sus ambientes portuarios, y la lona áspera de un ring donde el boxeo es una manera intransferible de vivir por dentro, y los padres con hijos como en las novelas rusas, y las mujeres que inventaban rosas silvestres y leían hasta en el excusado. Y sobre todo, las llamas de los libros que expanden la huella de lo que contaban por los alrededores del miedo pero también de la esperanza. Lo dice Curtis: el miedo es que la playa esté desierta un día de sol. Y la esperanza: las páginas de esta novela que se niegan a callar por miedo ni por nada, que se cierran magistralmente como se cierran los ojos de Polca delante de un televisor cuya pantalla se ha llenado de rayas, que es como a buen seguro debe suceder la muerte en calma. Seiscientas diez páginas irrenunciables. Esponjosas, me decía Manuel Rivas. Pero no le hagan caso: son un todo indivisible. Así que léanlas sin saltarse ninguna. Ninguna. ¿De acuerdo?