TEORÍA DE LA INMORTALIDAD

 

Poco a poco me convencí de que tampoco en el futuro haría nunca nada. Lo escribe Dostoievski en el relato “El sueño de un hombre sencillo”. Más de un siglo después, Vinicio Salazar, protagonista de “La noche del tamarindo”, estupenda novela escrita por Antonio Gómez Rufo, también lo sabe. Y sabe además que atrás -como también le pasaba al personaje de Dostoievski- no hay nada. Porque los muertos que se quedan en el camino hacia la inmortalidad de Salazar no son nada: cuerpos flotando en el aire incógnito de lo desconocido. No eran nadie esos muertos antes de caer asesinados por un sicario guardaespaldas que lee a los clásicos entre disparo y disparo con la sangre fría del asesino a sueldo. No serán nadie cuando sus cuerpos desaparezcan de todas las crónicas porque hay cadáveres que antes de ser cadáveres ya lo eran para los principales periódicos y los telediarios. Sólo la hija Belén, que muere y con su muerte arrastra al padre hacia los infiernos de la locura, ocupará un espacio importante en esas crónicas y sobre todo en la memoria alucinada de Vinicio Salazar. La ciencia avanza en el siglo que vivimos tantas veces a la desesperada y provoca en lo humano aspiraciones de eternidad. La ciencia, esa ciencia que a ratos se entretiene -o es entretenida- en disquisiciones políticas que escaso favor hacen a aquellos avances ocupa en la novela de Gómez Rufo un papel fundamental, al lado (cómo podría ser de otra manera en un relato de largo aliento y entreverado por situaciones que se desvelan como las capas de una cebolla) de nuevos acontecimientos que van completando un paisaje de desolación y de culpa, de lealtad y de traiciones, de pasión y de una mirada llena de desgana cuando el tiempo se convierte en nada, en menos que nada porque quienes lo viven se han quedado sin vocación alguna de supervivencia. Lo que empieza siendo una aventura de robaperas indocumentados se irá convirtiendo poco a poco en una historia terrible donde los personajes se irán descubriendo a sí mismos como piezas insignificantes de un puzzle cuya complejidad nunca llegaron a descubrir en sus auténticas dimensiones. Los atisbos melodramáticos que a veces puntean el relato recuperan una constante en la obra del autor. Qué difícil es meter eso -y el escritor madrileño lo resuelve sin raspaduras- en una narración que luego se va por otros sitios dominados por lo enigmático, incluso por una cierta proximidad con la literatura fantástica. En resumen: la belleza y el horror mezclados en un rato (verán ustedes qué bien se lo pasan) de casi quinientas páginas que apenas se nota.