UN SITIO EN EL MUNDO

 

En alguna parte estaba escrito que tenía que partir, siempre partir. Lo dice Younes, el protagonista de “Lo que el día debe a la noche”, la última y magnífica novela de Yasmina Khadra. El tiempo se abre para dejar paso a lo que hacemos. Luego, como decía Paul Celan, nos deja solos. Y nosotros a él. Como si se pudiera vivir en sus afueras, los personajes de esta historia intentan llenar sus vidas con lo que el mundo va dejando en sus manos. O eso creen: que el mundo puede dejar algo en sus manos sin exigir nada a cambio. Los libros de Yasmina Khadra abarcaban la distancia exacta que va del sur al norte: la metáfora de una vergüenza histórica. El poder corrompe lo que toca. Y si lo que toca es el alma de una tierra, pues acaba corrompiendo el alma de esa tierra y de sus pobladores. Antes de caer en ese pozo, Younes y sus jóvenes amigos intentan encontrar un sitio en el mundo. ¿En qué mundo?: en el que hay, en el que tienen más a mano. Pero ese mundo, la Argelia cambiante desde los años cincuenta hasta ahora mismo, es demasiado complejo para asumir los sueños de una generación como la de Younes, el joven árabe que busca un lugar donde sea posible no perder la dignidad en medio de la violencia de unos y de otros. No se queda quieto en el paisaje de la batalla: simplemente se niega a la sinrazón que mueve los hilos de la guerra. El horror que Rilke reclamaba a la belleza se cumple de sobra en estas páginas extraordinarias. La nobleza de hoy será mañana pasto de la devastación moral que someterá cualquier intención de sobrevivir por encima de la mierda. Vivir es ver pasar los trenes del tiempo con los ojos ciegos por la carbonilla del odio. Esos trenes, a su vez, pasarán a velocidad de vértigo con las ventanillas cerradas, sin que nadie pueda conocer el monstruo que habita en sus entrañas. Escribe este escritor descomunal con un lirismo que se parece más a los hachazos que exigía Kafka a la mejor literatura que a la poesía narrativa propiamente dicha. La amistad, el amor, la guerra a mil bandas -como el billar que acabará desvencijado en el café de André-, las grandes esperanzas: todo irá cambiando de sitio, dejando en el camino jirones de sueños y regresos imposibles. Aunque al final de la novela parezca que sí, que todos los personajes que no han muerto regresan al principio, saben ellos mejor que nadie que ese regreso es imposible.