CABO DE CUCHARA
Diez años de Alatriste y a mí me interesa, sobre todo, la quietud de calma marina que inunda la última travesía del capitán y sus compañeros de viaje. Aquí, esta vez, el mar. Las callejuelas de una ciudad oscura y los rifirrafes espada en ristre por los tugurios y los zaguanes escondidos en la noche urbana dejan paso a las aguas revueltas de mil batallas a bordo de barcos poblados de chusma remera y de soldados. La sombra de una patria apedazada por ruinosas campañas militares, la dejadez de unos monarcas que miran lo militar con una cierta chicha desganada, los viejos combatientes que a pesar del abandono de sus jerifaltes siguen metidos hasta los huesos en su vida de siempre. Mirar al enemigo de frente es una manera de vivir y el valor se nutre, a cierta edad, de la lealtad a unos ideales que se mantienen enteros y también de una urgente necesidad de saciar el hambre para no morirte de asco entre la mierda de un presente que sólo es una ruina humillante del pasado. Mientras leía Corsarios de Levante (Alfaguara) me llegaba el olor a cansancio que desprendía Alatriste en la voz adolescente -ya mucho más madura- de Iñigo Balboa. Me recordaba -en el propio magnífico recurso estilístico de Arturo Pérez Reverte- al más ensimismado Carvalho de “Los pájaros de Bangkok” y, principalmente, al Ahab de “Moby Dick”. Recordaba una reflexión del hombre marino de Melville: Me animaría si no fuera porque tengo el corazón como el plomo. Corazones que pesan como el plomo los de Alatriste y los compañeros de antes que encuentra en su camino. Decía de la quietud de calma oceánica, círculos concéntricos como el sueño clavado en los agujeros de calaveras submarinas, el ritmo trepidante que de pronto se apodera de la historia. Se mueven estas páginas que parecían crepusculares -y son eso pero también muchas más cosas- a la música cañonera de las naves turcas y las escasas españolas en una batalla encarnizada. Muertos por una patria que no se los merece: no sé cómo puede haber patrias levantadas sobre la podredumbre de la muerte. Y son la mayoría. O todas. Batalla marina saldada con las cuentas del horror. Pero también con esa lealtad que cuenta con oficio envidiable Pérez Reverte. Y un apunte para la celebración narrativa: en medio de tanto ajetreo, esa secuencia irrepetiblemente conmovedora del encuentro en Orán con el veterano cabo de cuchara Malacalza. Sólo por esas páginas -y hay muchas más- ya vale la pena incorporarnos a la aventura corsaria que cuenta esta novela.