Belén Gopegui

 

NO, NO ERA LA MADRASTRA

La política es ese paisaje que cada día vemos más de lejos. Está en todas partes pero su abrumadora presencia la convierte en invisible. Su estrategia es la ya tan antigua de la publicidad: hablar de lo que no se vende para vender aquello de lo que no se habla. Construir un discurso político de verdad no es fácil hoy en día. A ratos pienso que imposible. La sociedad del bienestar -lejos de presentarse como uno de los iconos más firmes del capitalismo- se argumenta a sí misma como un eje liberador, no sólo de vocaciones autoritarias de viejo cuño sino -y quizá sobre todo- de cualquier tentación de subvertir el orden instituido desde una militancia política asentada en las ideas de la izquierda. ¿De qué izquierda? ¿Acaso regresamos a los lenguajes anacrónicos, a las viejas consignas revolucionarias? De la izquierda, digo. De la izquierda -se dice en la novela última de Belén Gopegui- que viene del compromiso y se llena de orgullo de ser algo, con todas las contradicciones que haga falta, capaz aún de cambiar el mundo o por lo menos de intentarlo. No sé por qué se niega la paginación moral de las novelas. Ni por qué se reverencia el cinismo caso Houellebecq en los altares de la literatura irreverente: qué irreverencia. Una mierda. Los padres de Blancanieves estaban ahí, agazapados en su vergonzoso inmovilismo, mientras el rostro feo de la maldad se reflejaba en el espejo con forma de madrastra. Todo surge de una anécdota: un ecuatoriano es despedido del supermercado donde trabajaba y convierte a Manuela en culpable de ese despido. La amenaza entonces con convertirse en su sombra, como en "La víctima", aquella novela primeriza de Saul Bellow. Llegarán después -como en lo de Bellow- la culpa, la seguridad de que no se está siempre en el mismo sitio, la intemperie como el único cielo que hay sobre nuestras cabezas. Los fuertes no son siempre fuertes ni serán siempre débiles los débiles. Lo dice Simone Weil, que es una de las referencias de esta magnífica novela. El padre de Blancanieves (Anagrama) es una novela política. Y eso provoca desconcierto en algunos y a otros los envuelve con el aire espeso del desasosiego. No resulta fácil encarar la escritura como la encara Belén Gopegui: cada historia que se inventa es como un martillazo a la tranquilidad ficticia de una democracia que impone a rajatabla sus límites inexpugnables. Nadie tiene derecho a usurpar nuestro criterio, dice alguien en esta novela. Nadie. La búsqueda de ese criterio se llena en todas partes con afirmaciones y renuncias. Y no tanto con novelas tan extraordinarias como la que sale en este primer Fahrenheit de la nueva temporada.

 

 

CUCHILLADAS A LA INTEMPERIE

 

No sé por qué la literatura ha de sufrir el acoso permanente de la imbecilidad. Escribir es un acto de voluntad apasionada, de escarbar en las tripas de los personajes y descubrir que ahí, en la parte más secreta, inviolable, de sus vísceras ruge sin ataduras de ninguna clase una historia que necesita ser contada. Es entonces, sólo entonces, cuando quien escribe ha de empezar a teclear sabiendo que desde ese mismo instante empezará a vivir al borde del abismo. Y sabiendo también, como decía Musil, que las grandes pasiones suelen ir seguidas de una insoportable soledad y del desconocimiento mutuo de las partes implicadas en el tumulto del encuentro. Lo de la imbecilidad viene a cuento de que El lado frío de la almohada (Anagrama), la última novela de Belén Gopegui, es una extraordinaria novela (seguramente la mejor publicada en castellano el último año en nuestro país) aunque -para disgusto de la política correcta- hable de la revolución cubana sin cargársela y la protagonicen un espía estadounidense y una espía cubana. Y si además se enamora la pareja protagonista, ya se riza el rizo de la provocación a la lectura oficial sobre el amor en general y sobre el conflicto cubano en particular. Desde su primera novela, Belén Gopegui significa en la literatura nuestra y contemporánea una de las escrituras más implacablemente personales que uno se ha echado a la cara. Y en esta última no anda alejada de aquellos principios. No hay territorio apacible para quien decide urdir un camino nada complaciente con las modas, ni en la literatura ni en la vida. Ningún libro ha de ser cobijo para nadie sino una apuesta decidida por la intemperie. La almohada de los sueños felices sólo es una argucia para borrar las líneas de una realidad que no tiene tanto de verdad como de superchería. Y es claro, como dice la protagonista, que la literatura pertenece a los sueños. Pero a los otros sueños, a los que se enfrentan a aquella realidad amañada por el poder de los pies a la cabeza. Es ahí, seguramente y llegado el instante definitivo, donde habremos de decidir de qué lado estamos, en qué extremo de la almohada asentamos la cabeza: porque tal como están las cosas del mercado ideológico, no hay lugares intermedios desde donde escribir sobre lo que pasa en Cuba ni en ninguna parte. No acostumbra este Fahrenheit a dedicar página entera a un sólo libro. En esta ocasión tenía que hacerlo. Se han juntado esta vez el riesgo asumido siempre por una escritora imprescindible y el que asumo como lector atento de un libro que, como todos los grandes, te acuchilla sin miramientos de ninguna clase las entrañas.