UN OLOR A EXHUMACIÓN FUERA DE PLAZO

         

Escribir es una catástrofe. Eso para empezar. Luego vendrán las consecuencias del derrumbe: esa mezcla infame de huesos y vigas arruinadas de una techumbre en bancarrota. No había nada que protegiera la casa. Aunque pareciera que sí. No, no había nada que pusiera a resguardo la tranquila cotidianeidad de sus habitantes. Ellos creían que sí. Estaban convencidos de que sí. Cómo no iban a estarlo si esa cotidianeidad -su tranquilo transcurrir- la tenían asegurada en esa paradoja cicatrizante de heridas en la conciencia que son los telediarios. Y resulta que nadie estaba seguro de nada, ni bajo ningún techo: aunque nadie del grupo lo supiera. Así la escritura. El horror que la sustenta y que al mismo tiempo sale de lo escrito. O eso o la vaciedad. Lo inútil. Decía Edmond Jabès: El grito es un cuchillo/ puntiagudo sin mango. Duele por las dos partes. El filo es doble. Hiere a quien acuchilla y al acuchillado. Lo somete todo al silencio. Para el poeta ese silencio eran los colores desabridos de un desierto. Para Rafael Chirbes, la sangre del silencio será sobre todo la desolada, sórdida, superficie de lo humano. Fuera de eso qué hay. Seguramente nada. Restos de huesos y de vigas arruinadas de una techumbre en bancarrota. Porque la vida no está sólo en sus habitaciones sino en los aledaños exteriores.
        

Escribir es entrar y salir, mirarlo todo, tachar lo que se reblandece con los calores del tiempo, lo congelado, como un filete de fletán que se deshace al tacto o ese pedazo de carne que huele a podrido con sus hilitos verdes en las orillas del nervio que lo cruza. Los libros tienen el adentro y el afuera. Eso lo cuenta con trazo riguroso (a ratos escéptico, siempre rabiosamente lúcido) el escritor: hay quien dice que la biografía de un escritor es su escritura, la escritura de la que viene, la que apunta lugares comunes con otras de su propia generación. Un texto lleva a otro texto. Y así hasta el infinito. Lo dicen muchas voces, eso: la importancia única del texto. Como si las ruinas del exilio no fueran decisivas, hasta el mismo Francisco Ayala lo decía, lo dice. Y otros, como apunta Rafael Chirbes (Barthes, Foucault, Bloom): para entender un texto hay que excavar sólo en el texto y nada más que en el texto. Eso dirían ellos. Pero no es sólo eso, claro que no: el mirar sólo hacia el texto exigiría el supuesto de que el lenguaje es un bien en sí, que, desde su origen, sólo se conoce a sí mismo y a sí mismo se transforma, y no que ha nacido como forma de comunicación para transmitir realidades exteriores ni que, cuando se fecunda, lo hace sobre todo con lo que ese exterior le aporta. Y añade un poco más adelante: si lo de dentro de los libros no tuviera que ver con lo de fuera, o apenas tuviera que ver con lo de fuera, la literatura me parecería un soberbio aburrimiento. A lo mejor, es sólo cuestión de carácter. Cuestión de carácter. Quizá sea eso. Porque para escribir lo que escribe, el autor de “Los disparos del cazador” se busca dentro de sí mismo y luego saca para los demás lo que los demás han de añadir a sus propuestas. El mundo que vivimos no le gusta. Ni a mí. Pero si yo no soy capaz de mantenerme a la intemperie de mi propia escritura (el miedo es una forma de defensa y de coraje, más o menos decía Benedetti), sí que lo hace Rafael Chirbes. Provoca el derrumbe de sus mundos interior y exterior y luego exige -sí, exige: y con todos los derechos- a quienes se acercan a sus libros que hagan lo mismo, que arriesguen en la lectura, que no se protejan, que sufran las consecuencias de la herrumbre moral en que andamos revueltos unos con otros y con ese sistema de indecencia planetaria que se nos impone desde bien que sabemos dónde, tantas veces -eso sí- con nuestro consentimiento.
           

Cuando leemos nos abocamos al mismo abismo en que antes se ha precipitado sin protección de ninguna clase el escritor de raza. Las novelas de Rafael Chirbes son eso: un despeñadero. El tiempo y sus protagonistas se asoman al vacío y lo que descubren es una compleja metáfora de la devastación: el paisaje seco de la ignominia, el sitio crepuscular donde antes -no mucho antes, porque apenas pasaron unos años desde la muerte de la bestia-  soñamos la nobleza. Lo que otros cuentan como desencanto generacional envuelto en papel de celofán, lo transforma él en una crónica intransigente del vaciado ideológico, de las trampas políticas, de las traiciones individuales y colectivas (esa especie de destino vivido como traición que acabaremos cumpliendo más pronto o más tarde, según Wittgenstein), de esa sordidez que se esconde siempre en los entresijos del triunfo. La escritura es un escozor en el alma de lo humano. Pica como un alacrán cuando asoma su tenaza al levantar inocentemente una piedra del monte. En otro ámbito estilístico -tan diferente, tan próximo a la vez- es el mismo desasosiego que me provocan los relatos tristes de Beppe Fenoglio: no hay respiro para la esperanza. Hay ahogo de esa esperanza. Un olor a exhumación fuera de plazo. Lo que va quedando de lo poco que teníamos. Casi nada. No hay retórica hueca en los textos de Rafael Chirbes. Ni belleza inútil. La belleza siempre tendrá su lado oscuro: el dorso oscuro lo llama cuando en “Mediterráneos” habla de los canales venecianos, de las paradas de autobús en Munich, de los andenes solitarios en las madrugadas subterráneas de París. La belleza no es un regalo para nadie sino el reto que te exige agarrar el cuchillo de doble filo, sin empuñadura, y provocar el reguero de sangre que anulará cualquier intento de tranquilizar los ánimos de los contendientes: dentro y fuera de la escritura no hay tranquilidad posible. Para nadie.
           

Es la escritura que reseño en estas páginas breves, seguramente apresuradas, una delincuencia, como contaba Baudrillard de la muerte: son los muertos una anormalidad del sistema. Así los personajes de Rafael Chirbes, las abruptas relaciones entre ellos, ese paisaje lunar que se queda a un lado y otro del relato. La catástrofe empieza en la primara página. Llevo años leyéndola, añadiendo en esa lectura la dosis de intemperie que como lector apasionado no he de esquivar por más que a ratos sienta la necesidad de salvarme fuera de los límites del libro. Dentro y fuera. La seguridad de que no hay nada seguro en ningún sitio. Eso son las novelas de Rafael Chirbes. El tiempo hecho trizas. Lo que nos va quedando de ese tiempo. Apenas nada. Un olor insoportable a carne quemada en el horno crematorio donde ha ido a parar lo que fuimos. O lo que quisimos ser. O para qué mirar tan lejos: lo que somos.

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Texto para un libro colectivo sobre Rafael Chirbes que había de editar la Universidad de Berna. No sé si finalmente tuvo lugar o no esa publicación.