DULCE

 

Un día del último marzo, coincidí una vez más con Dulce Chacón. Esta vez en Valladolid, en unas jornadas que sobre la memoria histórica organizaba el departamento de Historia Contemporánea de esa universidad en colaboración con la Asociación por la Recuperación de la Memoria Histórica. Por cierto, esta noche en TVE pasan el documental "Las fosas del olvido", basado en el trabajo que esa Asociación está llevando a cabo por todos los rincones del país. Pero hablaba de Dulce. En aquellas jornadas hubo una ponencia, del psicoanalista Manuel Espina, que nos dejó a los dos con la boca abierta. Habíamos asistido juntos a muchísimos actos de ese tipo desde que ella publicó "La voz dormida" y era ésa, creo, la vez en que algo nos había sorprendido desde un punto de vista poco acostumbrado. No se trataba, sólo, de reivindicar la memoria de nuestros desaparecidos en la guerra sino de dotarlos de un derecho inalterable: el del rito de la despedida.
           
Decía Baudrillard que la muerte y la vida no deberían de andar separados, que si es así es como si nos inventásemos una frontera más entre unos y otros. Y se refería a los pueblos primitivos como los preservadores de ese territorio compartido hasta el fin de los días, más allá del límite que el tiempo impone a los recuerdos. "No es cuestión -decía Baudrillard- de hacer pasar al muerto por vivo: el primitivo devuelve el muerto a su diferencia, porque es a ese precio que podrán volver a ser compañeros e intercambiar sus signos". Por eso, creo, nos entusiasmó aquella conferencia. Los dos se la pedimos al autor que, gentilmente, nos la remitió una miaja sorprendido de nuestra admiración por sus palabras de aquel día, uno de esos días en que normalmente es la emoción, la pasión por el recuento de una historia machacada, lo que se apodera del ánimo del público, y no -pensaría él- un texto sobre la representación de una ausencia más que sobre la ausencia misma y el daño y el dolor que la han acompañado durante tantos años.
           
Esta tarde, aquí, celebramos ese rito que decía Baudrillard y que de una manera tan certera como hermosa contaba Manuel Espina aquella tarde en Valladolid. Conocí a Dulce Chacón hace cuatro años, en Santa Cruz de Moya, ese pueblo de Cuenca metido en las últimas estribaciones del Rincón de Ademuz, donde todos los primeros domingos de octubre nos reunimos a celebrar la memoria de la guerrilla antifascista. Me la presentó Julio Llamazares y de aquel encuentro quedan por casa algunas fotografías y sobre todo sus libros, unos libros que antes no había leído y que desde entonces ocupan en las estanterías el espacio reservado a los amigos. Porque los libros son, sobre todo, ese sitio al que regresas siempre para escarbar en el recuerdo de la gente que quieres. Hay días en que llegas a casa, dejas las cosas en cualquier parte y te vas a los montones de libros que invaden el suelo y todos los rincones y pasas la mano por algunos de ellos, sólo eso, pasas la mano y es como si al retirarla te llevaras contigo un pedazo grande de tantas palabras escondidas entre las tapas a colores del misterio. Y en esa caricia te llevas también, seguramente, la vida entera de quien ha escrito esas palabras. Los libros de Dulce Chacón ocupan ese lugar inviolable donde viven la lealtad y una obstinada voluntad de que nada se extravíe en la maraña marrullera del olvido.

Ya no sé la cantidad de veces que coincidimos en el último año. Como ella decía, éramos como una pareja de hecho, de esas que no necesitan papeles para andar por una vida común que en nuestro caso era la terca indagación en los laberintos de la memoria de la dignidad y en la de quienes la hicieron posible con su ejemplo de vida. Aquí, en esta mesa, hay esta tarde una de esas personas: Remedios Montero llenó páginas y páginas de "La voz dormida" y con otras mujeres de su generación hizo que Dulce Chacón se volcara en esa ingente tarea de conseguir que la muerte y la vida dejaran de andar cada una por su lado. La voz de aquellas mujeres, pero también la de los hombres que andaban en el mismo tajo, salieron de lo oscuro a que las condenó el franquismo para escribirse a través de la escritura de Dulce en un libro que abrió una brecha profunda en la cerrada vocación censora de la dictadura, primero, y luego en la de esa transición que tantas cosas dejó pendientes para que no se nos comieran los demonios que aún seguían vivos del fascismo inacabable.
           
Escribía ella misma en uno de sus poemas que la renuncia es una forma de morir. Por eso se agarraba con ganas a esa seguridad y se dejaba la piel allá donde acudía que era a todas partes donde se la reclamaba. Creo que no conozco a nadie que, como ella, se entregara, con aquella devoción suya y respeto militante, a la causa de recuperar la memoria silenciada de una República que algún día, lejano o no, tendrá que ponerse de nuevo sobre el tapete de los futuros posibles para este país en que cada vez resulta más imposible ser felices.
           
Pero la vida es canalla demasiadas veces, como si lo que tiene de azar o de destino escrito de antemano se cebara en la buena gente y nos la amputara de repente, sin avisar apenas, sin poner antes señales que nos advirtieran del daño próximo, de aquella amputación, del dolor que de golpe y porrazo nos estrujará sin remedio las entrañas. Eso pasó con Dulce Chacón. Íbamos a presentar en Valencia su último libro, esa magnífica colección de sus poemas antiguos titulada "Cuatro gotas", pero ya no pudo ser. Un trallazo, la noticia por teléfono, la visita rápida al hospital, ese sopor que envuelve los últimos avisos, la sonrisa que nunca Dulce abandonó en sus últimos instantes. Ya saben: eso que antes les decía de la dignidad. No la abandonó nunca, ni en sus novelas, ni en sus libros de poemas, ni en su vida. Y tampoco, ya les digo, en su muerte de hace unas semanas. Y digo de hace unas semanas porque esta tarde, volviendo a aquello del rito que apuntaban Baudrillard y Espina, estamos rompiendo esa frontera inútil entre quienes estamos aquí y quienes están ahí mismo, a un paso de nosotros, aunque de ellos sólo sintamos el recuerdo que nos dejan.
           
Y ya acabo. Escribía Alejandra Pizarnik, en un poema lleno de ecos imparables: "No es muda la muerte. Escucho tu dulcísimo llanto florecer (en) mi silencio gris". No es muda la muerte de Dulce Chacón. Habla, y lo hace desde la vida suya que persiste inagotable, en esos ecos que expanden sus libros por las estanterías de la casa, por la lealtad de sus amigos, por esa necesidad que tenemos tanta gente de que en este país, y de una puta vez, no resulte tan difícil ser felices.

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Texto de homenaje a Dulce Chacón. Universidad de Valencia. 28 enero 2004