Juan Diego

 

 

JUAN DIEGO: LA GRANDEZA DEL ALMA INEXISTENTE

Escribo de memoria: un día vi una película donde una mujer mayor se enamoraba loca perdida de un chaval. La mujer mayor creo que era rubia y el joven tenía pelillos recién nacidos en el bigote. La mirada de los dos era a medias: miraban como de reojo, con la timidez que acerca las miradas bizcas a la gente. Luego, ya no sé más, sólo que la película era rara o eso me pareció entonces. No sé si la mujer mayor era Luchy Soto o Maruchi Fresno (a lo mejor ninguna de las dos). Sé que el joven de los pelillos en el bigote adolescente era Juan Diego y que la película rara se llamaba “Algo amargo en la boca” y la dirigía Eloy de la Iglesia. Hace casi veinte años, Eloy de la Iglesia hablaba de esta película y decía que era la primera, con “El último cuplé”, en que la mujer es la que decide follar y no el hombre. También decía que no conservaba ni una copia y que a lo mejor ni existía copia alguna. El tiempo pasó y vinieron más películas. Eloy de la Iglesia fue y vino un millón de veces de un cine a otro, se montó en el cuello de un animal salvaje y en el fondo de sus películas siempre hubo la decencia del superviviente, seguramente un esquematismo que en aquella primera película que recuerdo se traducía en extrañeza, también a lo mejor las primeras pieles húmedas de un erotismo nada complaciente con los tiempos que corrían entonces y seguirían corriendo luego y siempre para el director de “El pico”.

El cine tampoco paró de salir al encuentro de Juan Diego. Y poco a poco se le iba cayendo encima una nube como de ceniza, le iba cruzando la cara una carretera que llevaba a mil sitios diferentes: y la ceniza y las señales de tráfico le fueron dejando en el cuerpo y en el alma (si a Juan Diego le permitiera su envergadura marxista y peleona tener alma) el color intransferible del actor enorme que ha venido siendo desde aquella primera película de amores retorcidos. No sé si hay actores como él, quiero decir actores que se metan las palabras en las tripas y luego las saquen temblando como si fueran conejos asustados o rabiosos, actores que pasan del dolor a la risa a mil por hora, actores que se te ponen delante y te tragas lo que te echen, como si fueran aquellos vendedores de biblias en el viejo Oeste. Yo no sé cómo se llama eso que les digo pero sé que quienes se dedican a poner adjetivos técnicos a lo que hace Juan Diego en el cine y el teatro estarán de acuerdo conmigo: es uno de los mejores actores que ha dado este país y cuando el año pasado apareció vestido con su anarquismo y su bufanda en la película de García Berlanga nadie dudó de que se llevaría el Goya, estos premios Turia o lo que le echaran.

Yo le conozco y conozco las toneladas de buen tipo y legal que carga en las espaldas. El tiempo con él es menos tiempo y me hace gracia escucharle, cuando ya la madrugada es ancha como un océano y se alarga hasta el amanecer, sus arengas obreras contra Fukuyama y sus sicarios. Es lo único que le saca de quicio: esa gentuza que ya no está donde estaba, que ha cambiado las ideologías por la mierda globalizada y la algarabía de las multinacionales del asco. Y en el alma (con perdón) que les decía esconde Juan Diego los manuales que han de servir a la buena gente. El mundo tan raro del teatro y el cine no ha conseguido arrugar aquellos pelillos frágiles que le pintaba el maquillaje en su primera película. Y cuando en “El lector por horas” crecía lentamente, entre las sombras de una familia burguesa, desde las llamas de la inocencia a los altillos de la superchería, estaba diciendo que su tiempo escénico y el otro suman lo que antes les contaba: una especie de tiempo histórico que cruza las carreteras y las nubes de color ceniza y nos dejan, cuando el telón cae o se retira, la huella extraterrestre de un actor inmenso y perdonadme los adjetivos torpes y demasiado rituales por las circunstancias que mueven este texto.

Los premios Turia asientan cada año la salud moral del paisaje cultural que nos rodea y donde vivimos como buenamente podemos o nos dejan. Y cuando salió el nombre de Juan Diego para reconocer su trabajo en “París-Tombuctú”, me reconocí en esa película pero también en las otras, en sus frailes marrones y vertiginosos, en sus borracheras cuando fue carne chusca de Bukowski, en ese tipo entrañable que te quiere porque le quieres y porque sigues formando parte de la defensa india contra los malditos rostros pálidos que todo lo joden con sus teorías posmodernas sobre la vida y lo que sea.

Han pasado muchos años desde “Algo amargo en la boca”: ya es memoria esa película, tiempo antiguo, otra cosa distinta a lo que éramos entonces. Pero Juan Diego saltó de ahí y en el salto no se cambió por otro. Por eso le quiero y le quiere la gente: porque cuando la claqueta se cierra en la última toma, o se cae la tela del teatro sobre el escenario, lo que se queda en esta parte es un tipo legal, una cara cruzada por la lealtad a sus ideas y a sus amigos, uno de los mejores actores del mundo que conozco.

2000