Juan Madrid

 

VERANO NEGRO CON JUAN MADRID

a Sara Rosenberg

Nos pasamos la vida yendo y viniendo de los mismos sitios. No hay huida posible porque lo que abandonamos se viene con nosotros y al cabo del tiempo se nos aparecerá de nuevo en la forma de esa rutinaria cotidianeidad que pretendíamos dejar atrás en la escapada. Dashiell Hammett, en “El halcón maltés”, relata una historia genial sobre el azar y el sentido de la vida. Se la cuenta Sam Spade a Brigid O'Shaughnessy: un hombre sale a la calle y una viga de un andamio casi le mata al caer a un palmo de su cabeza. Entonces el hombre, que se llama Flitcraft, decide abandonar la vida rutinaria que llevaba con su familia: si la viga acababa de romper el orden que imperaba en su existencia, él buscaría otra vida en otro sitio, una vida en la que fuera él quien organizara esa existencia. Sin embargo, al cabo del tiempo ese hombre aparece de nuevo, esta vez casado con otra mujer pero repitiendo la misma vida medio vacía y ordenada que llevaba antes. “Y es que –siguió contando Spade- el tipo se adaptó a que las vigas cayeran, y cuando dejaron de caer se adaptó también al hecho de que no cayeran más”.

Y en esa larga serie de encuentros y desencuentros, de escapadas y regresos a los lugares de siempre están los libros. No me preocupan las vigas que desordenan mi existencia si ese desorden llega en las páginas excelentes de los libros que quiero. Es ahí, en esas páginas, donde confluyen todos los cataclismos, desde el más grande al más insignificante. Es lo que me pasa con las novelas de Juan Madrid. Desde que hace más de veinte años publicó “Un beso de amigo” no he parado de leerlo. Su personaje principal es Toni Romano y sus historias destilan una endiablada mezcla de ternura y violencia. Las palabras que saca el escritor en sus libros se juntan en una panda insurrecta de gramáticas singulares y ritmos clavados delante de los ojos como a martillazos. Miras y escuchas sus relatos como si tú estuvieras allí, en medio de la calle de una ciudad más negra que la muerte, mojándote con los sudores agrios de sus personajes, esperando que de un momento a otro alguien se arranque el corazón y lo lance al aire para que una bala de lealtad a machamartillo lo rompa en mil pedazos. Son los argumentos eternos de las buenas novelas policíacas, o como se llame ese género irrepetible donde las tripas más entusiastas del romanticismo se juntan con los excrementos que la novela negra norteamericana extrajo de los jarrones lujosos y nada enigmáticos de la novela inglesa a lo Agatha Christie. Por eso el otro día regresé a “Un beso de amigo”, a aquella vieja edición de Sedmay llena ya de arrugas y de subrayados. No conocía entonces a Juan Madrid y ahora que le conozco y nos queremos con la lealtad que hay en los personajes que se inventa me resultan todavía más queridos sus libros y más imprescindibles. Veinte años pasan por encima de lo que sea y pueden aplastar sus entrañas como una apisonadora despiadada. Pero no sucede eso con lo que Juan escribe: la mirada de los habitantes de sus historias sigue entera sobre el mundo que les rodea, con sus dosis imprescindibles de dignidad y de compasión y de ternura, con la obstinada vocación de perdedores que les empuja a la supervivencia, desde la geometría tan personal con que el escritor de raza dibuja las distancias entre aquellos habitantes y sus circunstancias, como diría el clásico.

He vuelto este verano, una vez más, sobre las novelas de Juan Madrid, mi amigo del alma y de tantas otras geografías afectivas. Un tipo que responde al retrato magnífico que hacía Raymond Chandler de un escritor que es escritor y no otra cosa. En uno de sus ensayos, Dorothy Sayers distinguía entre literatura de expresión y de evasión. Y estaba a favor de la primera y de los escritores que la cultivaban. El autor de “El largo adiós” le respondió que eso era una gilipollez: “se han escrito algunos libros muy aburridos sobre Dios, y algunos muy buenos sobre la manera de ganarse la vida y seguir siendo honrado. Siempre es cuestión de quién es el que escribe y de qué tiene adentro para escribir”. Sin saberlo, y sesenta años atrás, el viejo y borracho maestro estaba hablando de Juan Madrid. Y de sus libros. Se lo juro.