La sombra del cielo
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Laura llegando al café Británico, sentándose a la mesa con la respiración agitada, con los labios abiertos y el lazo que ata los libros volando al tablero de mármol en medio del aire crudo de la tarde. Laura esperando la noche en el banco del parque Lezama donde siempre les espera a él y a su cansancio mientras la lluvia moja el pelo hirsuto de un perro extraviado. Laura que mira el rastro de una ardilla y le deja una chocolatina de su merienda para que la ardilla se la coma cuando ella abandone el parque con sus libros, triste a lo mejor porque no llegaron al fin él ni su cansancio. Laura besándole otras veces en la esquina oscura de Honduras y Serrano, donde nadie les ve porque en las calles arboladas de Palermo es más fácil la clandestinidad de la guerra y las caricias y ella deja los libros en el suelo, lo arrima a la pared y le sujeta la boca con sus labios, abiertos como si se lo fuera a tragar entero, como si fuera un tiburón o un cocodrilo o un monstruo antediluviano dispuesto sin piedad a devorar su presa. Laura que le habla de una cita con los amigos del instituto, que han de hacer algo contra el miedo, lo que sea pero que han de hacer algo contra el miedo. Laura y su miedo de niña con libros y con besos. Laura lejos de su casa rica del Norte y de los sitios elegantes de plaza Freud y sus olores psicoanalistas, lejos del tiempo oscuro, lejos de todo. Laura y sus ojos llenos de espanto, mirándole a lo lejos, como intuyendo que él está cerca pero sin saber dónde exactamente, sin saber si acudirá finalmente en su ayuda o buscará un refugio para no perderse también en los laberintos del horror. Laura y el silencio que lo corría pómulos abajo y pasaba de largo por sus labios cerrados, como si esos labios no fueran los mismos que los otros, los del beso en la esquina con el manojo de libros en el suelo. Laura caída de lado en la acera, en el charco de lluvia, en el cristal transparente del pánico, en un paisaje nocturno de carreras y disparos. Laura mirándolo desde el otro lado de la calle, haciéndole una seña para que se acerque y la abrace antes de entrar en el cine, para buscarse entonces bajo la tela de los vestidos y el temblor impaciente de la piel interminable. Laura que una tarde llegó nerviosa y le dijo que quería morirse, que no la dejara morirse, que la llevara en volandas a una edad distinta a la suya, a la de ella, y la dejara allí un mes entero, un año, “déjame allí un mes entero, un año, para siempre” y él la abrazó como si estuvieran en el cine y le cerró los labios para que no entraran por allí la muerte ni el dolor ni el daño y la huella del miedo no se quedara como una mancha marrón en la piel suave de sus pechos de niña. Laura hurgando en los sótanos del sexo y abriendo a la vez un libro con poemas de Juan Gelman y riéndose porque ve cómo él cree que está loca, que es una adolescente vuelta medio loca con los libros y las risas. Laura y la risa, siempre Laura y su risa de cristal que algún domingo por la tarde se rompía con la lluvia inesperada y sorprendente. Laura y el silencio de nuevo. Laura y el miedo de nuevo. Laura que llegaba de pronto del otro lado de la calle y se lo llevaba a la esquina más misteriosa de la noche para abrirle el pantalón y dejar allí dentro los poemas de Juan Gelman, el secreto de su intranquilidad en los últimos días, la angustia que seguía en esos días a la desaparición de una amiga igual de niña que ella y de sus padres y nunca más saber nada de ellos, nunca más. Laura escondiendo la risa en los libros cerrados, ya sin el lazo que los ataba en el suelo mientras duraba el beso clandestino, extraterrados para siempre de la edad y del cansancio, sólo con la huella del pánico en las rodillas, sólo con la inutilidad de los músculos que ya entonces eran de cartón y no de carne, que se rompían con los golpes de caucho en la húmeda y siniestra oscuridad de los garajes. Laura con los ojos tapados por un pañuelo negro lleno de manchas de tabaco, su mirada ciega y herida bajo el trapo, los pechos de niña subiendo y bajando como cuando llegaba del otro lado de la calle y le decía que se quería morir, que no la dejara morirse, que la llevara a otra edad distinta a la suya y la dejara allí un mes, un año, para siempre. Laura en el sueño tantos años después, tan lejos de Argentina, en otro sueño que no es el suyo, en el de él, en el sueño dormido y masculino al lado de una mujer que se llama Luisa y habla sola algunas veces.
No sé qué dices, de repente empiezas a hablar sola.
Pues tú hablabas mientras dormías de una mujer que se llama Laura.