AQUEL TIEMPO CLAROSCURO DEL RECUERDO

 

Por mucho que ande por ahí, por muy lejos que rinda cuentas al ajetreo del verano, siempre hay un rato para varar en Gestalgar. Lo conocen ustedes de oídas, a lo mejor. O quizá fueron alguna vez a visitar mi pueblo de la Serranía. O puede ser que hayan leído su existencia en alguno de esos imperecederos mapas del afecto que algunos de allí dejamos caer a nuestro paso. Apenas si llegamos a los seiscientos habitantes y en verano nos multiplicamos por no sé cuántos. A mí me gusta más en los inviernos, por la tranquilidad, por ese rumor de tiempo detenido que vaga por las calles desde la orilla del río hasta las cumbres solitarias del Ciazo, por la sensación de que más allá del horizonte que limitan el Pico del Águila, el Alto Gaspar y las ruinas del castillo no hay nada, igual que suele suceder con los recuerdos. No hay nada más allá de los recuerdos, dice José Manuel Caballero Bonald que dije yo alguna vez. Lo escribe en ese libro imprescindible que es “La costumbre de vivir”, seguramente el mejor texto memorialista que se ha escrito nunca en ninguna parte. No sé si dije eso que él dice, pero me hubiera gustado decirlo. Porque es lo que pienso del tiempo y la memoria, que nos estrechan en su inmenso cerco de luces y de sombras, que nos hacen como somos, que diseñan para cada uno de nosotros ese azar que un día u otro saltará a nuestro lado y anulará para lo que llamamos grandilocuentemente vida cualquier plan trazado de antemano.
En los veranos de Gestalgar hay menos tranquilidad pero tenemos a cambio las noches espléndidas y el río. Extiende sus dominios el Turia de la mañana hasta la noche y me gusta ver, desde la casa de la calle Larga, cómo regresan mis amigos Antonio y Chelo, y el colega de tantas aventuras infantiles José el Oliva con su familia entera: todos ellos, cargados con sus trastos y cercana ya la hora de la cena, acaban de cerrar las puertas del río, como dice mi madre, en las cercanías hermosas del Motor. Tampoco falta entre tantos calores una revuelta sentimental llena de música distinta: como la que llegó hace unos días a la ermita de los Santos de la Piedra y en la fórmula abierta de los clarinetes del cuarteto Denner nos dejó la sensación de que el tiempo, aquel tiempo claroscuro del recuerdo, regresaba a los jardines y las paredes blancas de la ermita. Por allí, por las trochas del camino polvoriento hasta las huertas de la Zapatería, fuimos protagonistas de guerras infantiles, buscadores de tesoros y cazadores de higos chumbos, héroes moribundos reciclados luego en la memoria adulta, como diría Cesare Pavese, ese escritor enorme que nunca puedo desligar del olor a paja y trilladora las tardes de verano.
Hubo en los jardines amables de la ermita Mozart, Tchaikovsky, Caasell, Grundman y hasta el “Yesterday” de Lennon y McCartney. La gente de la Asociación Cultural Amigos y Amigas de Gestalgar cumple cada verano un papel que resulta ya más que necesario para la vida del pueblo. Esa gente, que tan cercana me cae desde hace años, propició la velada extraordinaria que les cuento. Ya sé que no se trataba de una sesión de esas que se montan en el Palacio de las Artes que han construido en Valencia. Ya sé que la cosa era ese día de los clarinetes magistrales más modesta y sobre todo no tenía nada que ver con el atraco a mano armada que es ese horrible casco blanco, ese carísimo esperpento arquitectónico que sumará despilfarros públicos increíbles a partir de la próxima temporada operística. La ermita de los Santos de la Piedra se ha rehabilitado no hace mucho y es un lugar idóneo para celebraciones culturales como la que les cuento. Regresar a Gestalgar es para mí un acto de gratitud imprescindible en mis correrías del verano y para ustedes una invitación a la visita. Yo andaré poco por estas calles -la semana que empieza hoy viernes sí, que son las fiestas- porque los veranos me llevan de una desgana a otra a bordo de los trenes. Gajes del oficio, dicen. Pero no importa. Ustedes llegan, buscan las orillas del río y si aún hay luz se alargan sin pereza a los parajes inauditos de la Peña María y la Fuente del Morenillo. Hay más sitios, claro. Pero sólo tienen que preguntar y cualquiera de mis vecinos les tenderá enseguida el plano amable de la bienvenida. Seguro que sí. Seguro.