AQUELLOS VIEJOS TIEMPOS DEL ORGULLO

 

¿Dónde están los festines que nos prometieron?
Jim Morrison

 

Cuando no me voy lejos en verano, viajo como un loco por las páginas de un libro. De decenas de libros. No sé cuántos habrán caído ya desde la última semana de julio y hay uno que está en el montoncito de esos que no se acaban nunca porque no te cansas de leerlos un millón de veces. Con otro de Raymond Chandler, dos de mi amigo José María Conget y los relatos de Roberto Arlt, la poesía de Caballero Bonald prologada por Jenaro Talens, "Los cantos de Maldoror", la poesía última de mi querido Jorge Riechmann, y la trilogía policial de Jean-Claude Izzo que ya no abandonaré mientras viva. También viajaba conmigo a todas partes la obra entera de Erri de Luca: pero ahora ya no. Desde su último delirio bíblico -hace sólo unos meses- sobre la Virgen María, Jesucristo y San José lo borré de mis preferencias. Y lo que decía antes: entre todos esos libros está el que ha publicado hace poco José Ribas. Su nombre, antes, era  Pepe Ribas. ¿Antes, cuándo?: pues cuando miles y miles de lectores devorábamos las páginas de la revista Ajoblanco hace más de treinta años.
El autor de "Los 70 a destajo. Ajoblanco y libertad" lucía entonces una cumplida melena, veinte años y todas las ganas de comerse el mundo desde sus afanes libertarios. Todos tuvimos una melena parecida y veinte años y descubriríamos luego que el cabello burlonamente se las pira y el mundo era demasiado grande y ajeno para zampárnoslo de un bocado. Eso lo comprobamos -sin que lleguemos a compadecernos de nosotros mismos, sí tal vez a cabrearnos con nosotros mismos y con quienes gestionaron desde el poder los nuevos tiempos- a lo largo de las seiscientas páginas que dura este libro fantástico. Son las memorias de un personaje importante en aquellos años que a sí mismos se anunciaban diferentes y anunciaban de paso un futuro lleno de esperanza. Esperanza en qué. Pues yo qué sé, quizá en una sociedad menos imbécil (lo decían en el primer editorial de su revista), más igualitaria, decididamente incorporada a la modernidad y sobre todo a una democracia plena construida sobre la base de un concepto de ciudadanía libre que acabara con el vasallaje obligado por la dictadura y apuntado por una Monarquía que se anunciaba heredera del franquismo. No sé: esa esperanza en aquella "libertad común", que decía desde la cárcel Toni Negri. Fueron unos tiempos felizmente convulsos, menos llenos de certezas que de incertidumbres, volcados en la necesidad de aprender a vivir de una manera para la que había escasos referentes. "Pertenezco a una generación con mitos -Jim Morrison, John Lennon, Andy Warhol, Che Guevara- pero sin maestros", escribe Pepe Ribas en una de sus páginas.
A un libro de memorias le solemos exigir que sea fiel a los hechos que narra, leal -para bien o para mal- a sus protagonistas, notario exacto del tiempo que se construye en el relato, ese tiempo que sucedió dentro y fuera de quien escribe sus recuerdos. Sin embargo -y con más énfasis quizá- le suelo exigir a un libro de memorias -a cualquier libro- una cualidad única: que esté bien escrito. Al fin y al cabo, la memoria es selectiva y su verdad será aceptada por unos y cuestionada por otros. El libro de Pepe Ribas está rematadamente bien escrito. Hay algunos lapsus en fechas y nombres: pero sin demasiada importancia. Es suculenta la recuperación fantasmal de colaboradores de la revista como Luis Racionero, Karmele Marchante (feminista a tope en aquellos años), Amadeu Fabregat (si tuviera vergüenza se moriría del susto al leer lo que decía y escribía en los años setenta).
Entre tantos libros del verano hoy hablo del que ha escrito Pepe Ribas, inventor y director de aquel Ajoblanco irreverente y revulsivo que vio la luz en Barcelona entre la primavera y el invierno de 1974. Decía ese magnífico, desaparecido y casi clandestino escritor que es Julio Ramón Ribeyro que a veces volvemos sobre un amor antiguo para ver si ahí recuperamos "un poco de orgullo, de ánimo, de calor o de consuelo". Y añadía que no, que el pasado es ya un puñado de polvo, un puñado de polvo -añadiría yo-  que se esparce sobre un presente que duerme con el culo a la intemperie. No sé si este libro busca aquel viejo orgullo de cuando éramos jóvenes. Ni me importa. Sé que este verano he viajado lleno de dicha por sus páginas. Contadas esas páginas, además, con la eficaz sabiduría de quien lleva tantos años en el oficio, en ese oficio siempre arriesgado y a ratos tremendamente peligroso que es el de juntar, en el mismo papel y con un entusiasmo admirable, la escritura y la vida.