ESA COSA EXTRAÑA QUE ES LA VIDA
Se acabó el verano. Es otoño y todo es ahora como una sombra robada a la extrañeza, a eso que no es amanecer sino crepúsculo: la naranja ácida de los primeros fríos. Eso viene. Quizá en eso estamos sin saberlo, como no saben los pobres que salen llenos de color posmoderno en los telediarios. Ya no es verano y acabo de salir al aire libre después de un largo encierro entre las paredes antiguas de la calle Larga. Salí al aire libre de Asturias hace unos días y era como si necesitara anteojos negros para no recibir en los ojos la herida del deslumbramiento. Hasta la pasada semana era como Drácula en la oscuridad de sus noches inacabables. Como ese personaje de Kafka que no traspasaba las fronteras de sus propios fantasmas a la puerta de un castillo. Como las palabras de un poema de Paul Celan que no eran palabras sino apuntes leves de una sonrisa apenas perceptible. A veces pasa: escondemos las palabras en los reveses de la risa. Mejor así, para saltar como en una rayuela sobre las tembladeras del miedo a cualquier cosa.
Salí de la penumbra y acabé en una herradura de arena, lejos de casa. Un marciano al volante del auto, por una carretera llena de máquinas excavadoras y de mensajes que llegaban directamente del infierno. Ocho horas desde Madrid en vez de cinco. La oscuridad de Transilvania se quedaba en los jirones de alquitrán pegados a las ruedas, en la luz que la carrocería reflejaba de los montes, en la belleza que surge después de bajar la rocha que conduce hasta la playa. Una herradura de arena y en el centro la arquitectura de un hotel que parece excavado entre las rocas. La playa de la Franca. Ahí llego en lo alto del mediodía, a punto de cocer en los mapas isobares (¿qué hostias será eso?) el bronce del otoño. Vengo a descubrir otras escrituras, a hurgar en los misterios de la literatura que tanto desconozco. A mezclar esa cosa extraña que es la vida -como decía Ángel González- con los libros que no saben de fronteras ni en ellas se reconocen. Desde hace más de veinte años se montan en la Casona de Verines -dios qué maravilla, no sé por qué no salió en el sorteo ése donde también salía la Alhambra- unos encuentros entre escritores y críticos para hablar de lo que haga falta. Este año iba la cosa sobre cómo andan de salud nuestras letras en Europa. Éramos gente de casi todas partes, hasta alguna que venía del extranjero. En Verines se mezclaron a lo largo y ancho de dos días la vida y la escritura para ver cómo diablos saltaban juntas el charco de la extranjería.
Las fronteras existen aunque digan lo contrario los mapas de la Europa rica. Y esos límites también se interponen entre unas escrituras y otras. Y más aún: las fronteras las llevamos en la cabeza quienes escribimos en las páginas en blanco de una historia que surge paradójicamente libre de ataduras. Salieron allí dos actitudes distintas, no sé si complementarias, tal vez sí: la escritura que vive a su aire, al margen de su autor, despendolada y a su bola, sujeta a las mágicas leyes del azar. Y otra: la que se llena las tripas con la pastosa arena del mercado. Mis libros están en Francia porque el azar los llevó allá. En eso creo, en la casualidad que empuja felizmente lo que ya está hecho. Otros pensaban que el dinero es imprescindible para cruzar las fronteras. Y seguramente también es cierto. Todos cabíamos en la casona de Verines bajo la mirada tan sabia, tan respetuosa, de sus almas inexcusables: Luis García Jambrina y Társila Peñarrubia. Allí encontré viejos amigos y descubrí que detrás de algunos libros que admiraba habitan escritores y escritoras que conocí esos dos días y formarán parte, ya, de mi particular calendario de afectos cabezonamente persistentes. Escribamos lo que queramos, digo. Pero ayudemos a convertir, como apuntaba ese tipo extraordinario y entrañable que es Xuan Bello, la literatura en imbatible.
Salí de Gestalgar una sola vez en el verano y fui a parar a la Casona indiana de Verines. Al reclamo de la literatura, de las literaturas: allí estaban todas las nuestras. Y ya de nuevo aquí, en la vuelta al tajo cotidiano. Con las palabras que escribía en el diario El Comercio ese fantástico escritor que es Ricardo Menéndez Salmón: “algunos de los presentes sentimos la tentación de la creencia en un arte hecho desde el terruño, llámese Galicia, Asturies, Euskalherria, Catalunya, España o Sudamérica, pero sin cuotas, cheques en blanco ni ministerios del miedo”. Me voy al otoño. Gracias por estar en ese lado de la página estos meses de verano. Gracias de verdad. Y nos vemos donde sea.