ESO QUE PASA Y LO QUE NOS INVENTAMOS
Escribimos lo que vemos, ese algo que podemos llamar vida sin equivocarnos más de la cuenta. Pero otras veces -casi siempre- será ahí, en la realidad de lo que escribimos, donde hallaremos los frutos más sabrosos de la imaginación. La verdad de un relato no está en la historia que cuenta sino en la estrategia literaria que la hará creíble, eso que doctoralmente podríamos llamar verosimilitud. Sales de casa, te subes a un avión (quien se suba), aterrizas en un paisaje exótico, miras lo que te rodea, abres el ordenador portátil y tecleas con entusiasmo no tanto lo que ves delante de tus ojos como lo que imaginas. Eso es la escritura, la pasión puesta al servicio de una realidad transformada en ficción con todo lujo de detalles.
Este verano -ya lo saben quienes se acercan a esta página de Turia desde hace unas semanas- no me moví del sitio. Alguien diría que es la mejor manera de viajar, una manera que no es otra que trajinar poco a poco todos los inacabables caminos que somos nosotros por dentro. Bueno. Eso puede servir para construir un relato esotérico sobre la identidad de los sueños, sobre el volumen de ruido que adquieren a veces los recuerdos, sobre lo barato que resulta no moverte del sitio. Acercarte a la agencia de viajes y preguntar cuánto vale un billete a ninguna parte. Nada. Gratis. Para eso sirven los viajes interiores con los que tanta filosofía cara y barata se hace: para ahorrar un dinero que vendrá bien a la hora de amortizar la hipoteca o los impuestos que tendremos que pagar por los millones de banderas españolas que quiere comprar Rajoy si llega a ser Presidente del Gobierno.
Antes yo tenía una buena manera de viajar cuando no viajaba. Abría una guía de hoteles y me ponía a recorrer miles de kilómetros, a vivir en habitaciones nada desoladas, a buscar en cada sitio la magia que se esconde en lo impredecible. Ahora me aturden los hoteles, me encojo en la tiniebla de sus luces cónicas, cierro los ojos para imaginar que esa habitación no es la misma -persistentemente repetida- que la de otros hoteles anteriores. Por eso ahora me meto entre pecho y espalda un libro de ficción y los interminables paseos por Gestalgar. Dentro y fuera del pueblo. Dentro de la casa. Por las sendas que llegan y desandan a la inversa el tránsito hermoso desde las eras a la Peña María. Están arreglando ese itinerario. Han arrancado las cañas que se doblaban insolentes sobre el agua del río. Ya no está la Fuente Grande. Allí lavaban las mujeres la ropa cuando no existían las lavadoras y había ranas y parotes brincando alegremente por entre los juncos y el baladre. Un poco más adelante, cerca ya de la Casa de la Luz y del bello y abrupto derramador de agua, sigue con su altivez medio escondida la cabeza de Napoleón Bonaparte. En la Peña María hay dos escaladores que se toman su tiempo para arrastrarse por la pared como si fueran gatos silvestres. Y un poco más arriba, la presa vieja, con la mugre encarnadura de sus orígenes romanos y los restos de otra presa más moderna que se fue a pique en la primera crecida del río después de su inauguración. Me gusta pensar que esto que les cuento sale de mi paseo real por esos sitios y también de las páginas terriblemente hermosas de "La mala suerte", un libro de Beppe Fenoglio que acabo de leer hace unos días.
Beppe Fenoglio. Un escritor italiano desconocido. Murió a los cuarenta y un años, en 1963. Su reconocimiento ha sido póstumo, porque Italo Calvino dijo que era uno de los mejores escritores contemporáneos. Cuando iba a publicar su primera novela, el editor le pidió una biografía para la solapa: "fui soldado en el ejército y partisano en la Resistencia; hoy, muy a mi pesar, soy representante de una conocida firma enológica. Con esto creo que será suficiente, ¿verdad? Me pides una fotografía. Hace ahora exactamente siete años que no me he hecho ninguna". Hay muchas referencias éticas, literarias: Pavese, Gramsci, Passolini… Hace nada lo desconocía todo de Beppe Fenoglio. Ahora devoraré todo lo suyo, que no es mucho: ese inagotable vivir en la memoria de los sitios, de unos sitios que un día decidimos -por nosotros mismos o a la fuerza- no abandonar nunca. Es lo que me pasa. O lo que me invento. Qué más da, si la escritura -al fin y al cabo- es una mezcla, a ratos terriblemente hermosa, de lo que pasa y lo que nos inventamos. Como los relatos de Beppe Fenoglio que me acompañan en los viajes interiores -o sea, baratos- del verano que les cuento en estas páginas.