REGRESO A LOS AÑOS DE MIEDO A CASI TODO
El verano ya no existe: sólo en los mapas que la televisión saca después de los telediarios. No sé si el verano que se acaba ha sido largo, sí que se demostró más heterodoxo si nos atenemos a los cánones habituales. En Gestalgar se dormía bien al amparo de las madrugadas casi otoñales, dulcemente acogido por las paredes del cuarto que llevan allí más de cien años, exactamente ciento ocho. Los que tiene la casa. Todavía sigue esa fecha de 1899 en la madera repintada de la cantarera, como si pudiéramos convertir el tiempo en una sola cifra que lo explicase todo: las vidas y los sueños que por aquí deambularon desde entonces. A veces me empeño en seguir como un explorador los itinerarios de sus antiguos pobladores -mis lejanos y desconocidos tatarabuelos por lo menos-, intento descifrar el código secreto que se esconde en el rincón más oscuro de una cómoda cuyos cajones necesitan urgentemente una mano de carpintería, ese armario sin cristales que hay en el primer piso y que siempre pensé que estaba lleno de miedo. No hace mucho escarbé entre ese miedo y apareció un bote de hojalata, ligero, áspero al tacto, como si hubiera estado expuesto al polvo del desierto. Abrí el bote y apareció un revoltijo de billetes de la República, de los que no sirvieron después de la guerra porque la ganaron los fascistas. Recuerdo que cuando era un crío me pasó lo mismo en casa del abuelo Claudio y la abuela Adela: encontré en un cajón un saquito con monedas y cuando bajé a mil por hora las escaleras para gritarles la noticia, mi abuelo se me quedó mirando como a un idiota y dijo: "eso vale menos que una cucaracha". Creo que conté esa escena en una novela, lo mismo que conté que a ese abuelo estuvo a punto de matarlo una sanguijuela que se le había parado en la garganta al beber agua en una fuente del monte y le estaba chupando la sangre sin que nadie lo supiera. Las novelas no inventan nada porque la mejor invención es la propia realidad.
El verano ha sido un viaje singular, brújula en mano, por las noches del río y sobre todo por las estancias de la casa inacabable. El nogal donde se posaba un pájaro que buscaba su alimento en los mosquitos, las burbujas que dejaba en su vuelo asesino la lengua de las salamandras, la acequia que era como un runrún ortopédico en el brazo invisible de agua subterránea que discurría bajo las hamacas. Pero sobre todo la casa de la calle Larga. Tantas horas, tantos días al tanto de la madre estática, quieta como una tortuga, más lenta que el bicho centenario cuando empezaba la andadura desde la silla hasta la mesa para la comida escueta, menos copiosa aún que la del pájaro cazador de mosquitos incautos. La escalera que no es de caracol pero como si lo fuera. Es como de alabastro, redonda en el pasamanos, mareante en su profundidad inaudita vista desde la última planta, donde se amontonan trastos viejos que al verlos ahí, como enormes montañas de cadáveres inhumanos, te surgen las dudas de si alguna vez sirvieron para algo. Desde ese sitio se ven el río y los montes, la huerta del Rajolar, el campo de fútbol que tenía un césped como los de primera división y que desde que mi amigo Pepe Luis se cansó y dejó de serlo todo en el club es como un bosque de hierba muerta, sin recuerdos. En las paredes hay pergaminos escolares de la familia y el retrato del tío Miguel, que se murió nada más acabar la mili en África hace casi sesenta años y mi abuelo decidió que nunca más se iba a mover de la silla, siempre sentado a la puerta de su casa junto al río, no sé si para que no lo asaltaran por el monte los fantasmas. En el estudio hay uno de esos pergaminos que el grupo artístico de Sot de Chera le dedicó a mi padre en 1960, como homenaje a su trabajo de actor aficionado por los pueblos de la Serranía. Pintado a mano, la letra temblorosa del afecto insobornable, los años en que el teatro llenaba la vida de los pueblos como el mío. Igual que este verano, todavía hoy, cuando escribo esto que ustedes leen ahora mismo, ha llenado el alma endemoniada de los telediarios la búsqueda de una niña inglesa desaparecida en Portugal. ¿Por qué no buscan igual a tantos niños desaparecidos que siguen en paradero incógnito?
Los viajes de este verano han sido por la casa antigua, los mapas de un tiempo sin ballestas en la mano, un regreso a los años del miedo a casi todo, como "ese amante al que se vuelve -escribía Alfonsina Storni- como la vez primera".