SIN LA FRENTE MARCHITA: CONTRATANGO

 

La ciudad para quien la quiera. Como decían aquellos viejos panfletos de sociología infumable que protagonizaba Paco Martínez Soria, la ciudad no es para mí. Y la ciudad de Valencia, mucho menos. Los sitios deberían ser amables con la gente que ha decidido vivir en ellos. La dialéctica que alimenta los vasos comunicantes entre esos sitios y quienes los habitan ha de estar basada en la entrega recíproca. Yo te doy y tú me das. Más o menos eso. Se establece así, entre ambos, esa mezcla de amor y de espanto que contaba Borges sobre su querido/denostado Buenos Aires. Tan listo y abierto él mismo para unas cosas y tan miserablemente ciego para otras (por ejemplo, los desmanes de la dictadura argentina), solucionó aquella dialéctica absolutamente desequilibrada largándose a Ginebra. Aquí la diñó, sin nostalgia tanguera ni gaitas y dejando a la posteridad la mejor prosa en castellano traducida del inglés, que es en realidad como él mismo se escribía por dentro. Así pues dejo yo Valencia en manos de sus mandamases. Toda para ellos y para sus amigos millonarios. Decía Foucault que las ciudades modernas las diseñan los médicos. Eso era antes, incluso, de que al gobierno de Zapatero le hubiera dado por jodernos el cigarrillo de las sobremesas (el alcohol lo dejo para que se luzca ese prodigio de inteligencia que es Aznar con sus cada vez más crecidos y sabrosos Manifiestos Subnormales, como firmó en un conocido y antiquísimo libro el inolvidable Vázquez Montalbán). Ahora ya no. Ahora las ciudades las diseñan los constructores y los promotores inmobiliarios. Una fauna que en la Valencia de Rita Barberá se ha visto incrementada por los dos mayores arquitectos de la modernidad urbana en la capital: los mandatarios de la Fórmula 1 y de la America’s Cup, escrito así, en el castellano perfecto de Borges. Por eso ya no vivo aquí. No me he ido tan lejos como el argentino pero me he ido. Por eso, también, miro desde la distancia lo que pasa en esta ciudad descuartizada por los antojos faraónicos de sus inicuos gobernantes.
En Gestalgar la vida es otra cosa. Aún me explotan en la cabeza, cuando bajo a las orillas del río por las tardes, el traqueteo de los miles de autos que ocupaban la calle Xàtiva los últimos días de julio. Venían como búfalos enloquecidos de todas las vías cortadas por Marqués del Turia y los alrededores de la Plaza de Toros y la Estación del Norte. Las obras del metro han obligado a cerrar un montón de arterias urbanas -dicen los del gobierno municipal- y el centro de la ciudad es una cagada grande de rinoceronte descontrolado. Uno se imagina montones de coches estampados unos con otros, como en aquella maravilla fantástica de "Crash", que escribió primero Jim G. Ballard y llevó después al cine David Cronenberg. Les da igual a esos del gobierno municipal: les da igual poner la ciudad patas arriba y volverla incómoda -un auténtico suplicio- para chóferes y peatones. Les da todo igual porque Valencia es un aglomerado conservador que vota a los del PP hagan lo que hagan. Por eso los del gobierno municipal están construyendo una ciudad inmisericorde con sus habitantes. Con sus habitantes de siempre y con aquellos que llegan y piensan que aquí se les va a acoger con una cierta amabilidad. El río que no es río tampoco es ahora lecho de inmigrantes. Los han expulsado a la puta calle, que es, paradójicamente, donde ya estaban. No cabe la miseria en una ciudad diseñada para el lujo. Sólo caben en Valencia el ruido atronador de la Fórmula 1 y el susurro en los días de viento que deslizan los barcos millonarios por las aguas del puerto. Es lo que hay. Quien quiera que lo coja y quien no pues que se vaya con su música protestona a otra parte. Y yo me he ido. Hace tiempo que me fui. No a Europa, como Borges u otros parecidos. Mi pueblo no está en ningún mapa. Sólo en los del afecto, en los de la bienvenida a quienes de buena ley nos visitan y enseñan a vivir en aquel afecto compartido. A tomar por el saco los atascos del Partido Popular, sus arbitrarios designios para los contribuyentes, ese desastre de ciudad que están levantando sobre las raíces de una ignominia insoportable. Que les den. Y tanto que les den. Y tanto.