AQUELLA MELANCOLÍA DE LA TRIBU ERRABUNDA

 

El tiempo anda tan aprisa que antes casi de ser tiempo ya es recuerdo. Vivimos ahí, instalados en esa rapidez ultrasonora de los bólidos que atruenan los alrededores del puerto de Valencia. Una ciudad con las tripas abiertas de la infamia doblando sus esquinas, falsa como la sangre de los telediarios, con la cara rota de la dignidad señalando el camino a los especuladores de lo humano. Apenas me detengo aquí desde hace tiempo. Voy de acá para allá, lejos de su áspero tacto, como de piedra renegrida por el orgullo tonto de ser la mejor entre las más de cartón piedra, entre las más ruidosas, entre las peor dotadas para salvar en condiciones de buen amor las terrosas arterias que deberían de dar vida sana al corazón. El estribillo de una fanfarria pagada a precio de vergüenza a los de una mafia que, como contaba Sciascia de un mafioso, siempre escribe la razón con la erre pequeña. No tienen otra los que ordenan esta ciudad tan desgraciada más que la del despilfarro lujurioso del dinero: no del de ellos, claro, sino del nuestro, del de ustedes y mío, del que sale de nuestros bolsillos directamente a los magnates de la arquitectura y de los barcos de competición y de los autos que corren a mil por hora con el estómago a ras de suelo. No paro aquí ni un instante. Vengo a lo que tengo que venir y escapo de sus tentáculos como alma que llama el diablo. Y me voy con el diablo y la dejo en manos de esa algarabía de jefes que viven en la burla permanente, en esa ronquera propensión al somos los mejores, en la segura vocación gestora del vacío en que están convirtiendo una ciudad que podría si la dejaran ser hermosa.
Vengo ahora de otra ciudad de la que no me he ido en casi veinticinco años. Una comarca entusiasta, felizmente abierta hacia fuera. La Safor y Gandia. Ando por ahí buena parte del año. Con sus gentes, con su manera nada artificial de amar sus paisajes ni de quererse ellas mismas impregnadas por la moral aguamarina que sube del puerto hasta las calles escasamente llenas de un julio que busca su respiro en las orillas de la playa. Hace veinticinco años salió de allí hacia muchos sitios la Universitat d’Estiu. Veinticinco años ya, aquello del tiempo convertido en recuerdo desde el primer día en que se puso a caminar sobre las cabezas de un grupo de personas que diseñaron ya entonces la mejor singladura para que su duración fuera infinita. Anduve por allí casi desde el comienzo y ahí sigo, con los nombres de entonces y los que luego se fueron sumando para lograr lo que se ha logrado: una cita anual con lo más entero del conocimiento, con esa necesidad de saber que hace grandes las intenciones de los atrevidos, con la mosca siempre detrás de la oreja de quien conoce como nadie su eterna condición de buscapleitos con una sociedad que cada vez se mimetiza más con la desgana. Me gusta saberme parte de esa hidratada melancolía de la tribu errabunda, como decía César Vallejo en un poema sobre la risa instantánea, no como el nescafé sino como el peso a veces despiadado del tiempo cuando pasa y nos deja tirados cual si fuéramos zapatos inservibles. La Universitat d’Estiu de Gandia acaba de cumplir veinticinco años, cinco más que el tango de Gardel y Alfredo Le Pera. Teníamos veinticinco años menos y ahora no sé si los tenemos de más. El tiempo va a la suya, es inútil intentar su control con ninguna clase de ortopedias.
Las ciudades son un culto al extravío, a buscar la mejor manera de encontrarse en ese extravío: darte de bruces contra lo siempre sorprendente. Esa ciudad me gusta. Y su comarca. Historia y cultura: el compromiso a piño fijo con una tierra y sus raíces y el futuro que ha de ser algo bueno porque se lo merecen esa tierra y quienes la habitan. El verano no se acaba el último día de la Universitat d’Estiu sino que continua enhebrando noches de júbilo musical en los Jardines de la Casa de la Marquesa. El Festival Internacional de Música de Gandia. Música de todos los estilos para el mes de agosto. Desde el tango y los ritmos caribeños hasta las cicatrices del jazz en sus diversas corrientes. Veinticinco años desde la primera vez. Feliz encuentro aquél. Y los que vendrán, empezando ya mismo en esas noches mediterráneas que les acabo de anunciar. Allí nos vemos.