ENCHARCADOS CON LOS ORINES DE LOS RICOS

 

La ciudad regresa a su sitio de siempre. Hablo de Valencia. Y de la marabunta de obras y ruidos que llenan sus calles y sus plazas. Somos los mejores: hasta para el horror. El mundo entero nos aclama, dicen los voceros del Partido Popular. La calidad de vida se mide aquí en vertical y no por la dignidad que se vive en la cotidianeidad horizontal de sus gentes. Los edificios lucen aire arriba una insolencia despótica mientras a ras de suelo cunde la presencia de un enanismo cada vez más autista, expulsado implacablemente de un circo en bancarrota. La ciudad de Valencia es un paisaje crepuscular, de esos que saca Cormac McCarthy en sus novelas escalofriantes.
La opulencia de cartón piedra y los fastos levantados sobre un suelo frágil de papel Bambú dejan paso a otra opulencia: la de la mierda. Los decorados que adornaron la representación del triunfo de la Fórmula 1 han dejado al bajar el telón las señales elocuentes, miserables, de la farsa. Detrás de los decorados no hay nada. Humo. Gramática del vacío. Un ejército de ratas que escarban en la cacharrería de lujo no comprada precisamente en las tiendas de todo a cien. Somos los mejores. Eso grita a los cuatro vientos la alcaldesa Rita Barberá. Abducida por la secta de los hermanos del boato grita donde sea que su ciudad no tiene igual entre las de nuestra galaxia. Ser los mejores para ella es andar de espaldas a la ciudadanía, mirándose el ombligo de gobernanta sin escrúpulos, dictar los bandos que ordenan la separación cada vez más palpable de sus súbditos entre ricos y pobres. Los ricos son los suyos y a los pobres -que también la votan- que les den por el saco. Al fin y al cabo ya saben ustedes que la revista Hola y otras habitadas por multimillonarios y princesas las lee el más frágil de los proletariados, esa masa cada vez más numerosa que ha cambiado sus casas hipotecadas por la pantalla del televisor. Ya no hay ciudadanos sino televidentes. Eso lo saben bien los gobernantes del PP y ofrecen en su programa de gestión esa fanfarria permanente de espectáculos pomposos para ocultar que detrás de esos espectáculos sólo encontramos el polvo inútil del desierto.
Cumplida la grandilocuencia desmedida del circuito urbano, nadie se ha hecho cargo de recoger las sobras. Donde antes sentaron sus reales los jerifaltes del mercado hay ahora una montaña infame de inmundicia. Una cosa es trabajar para hacerles el culo gordo a los magnates del dinero y otra muy diferente retirar después lo que esos magnates han cagado y meado los días que duró su diversión pagada con nuestros impuestos. Acaba el verano y regresan las señales de marca de una ciudad paradójica: podría ser hermosa si la dejaran sus amos. Pero no la dejan. Por no dejarla, no la dejan ni respirar. Le roban el aire con los rascacielos, la tranquilidad con los ruidos, esa estrategia de andar sin prisas que hace feliz al paseante (aquel flâneur romántico que decían Baudelaire y Walter Benjamín) con la proliferación cada vez más inhuma de las vías rápidas donde reinan los autos. No hay nada que hacer. O sí. No sé. Difícil está la cosa para recuperar las bondades de una ciudad que se merece otra cosa. O no. Tampoco lo sé. Lo que sé es que vivir aquí es casi imposible. Es tropezarte a todas horas con la arrogancia de un poder ilimitado, con las fechorías políticas de las autoridades que mandan en el ayuntamiento y la Generalitat, con esa manera de tratar a quienes no pensamos como ellos que pone los pelos de punta. Nos desprecian. La ciudad de Valencia es un feudo inexpugnable de la mediocridad política, del tedio cultural, de la belleza secuestrada por los estrategas del mal gusto.
Todos los años surgen estas mismas reflexiones al regreso del verano. Las cosas no han cambiado. O tal vez sí: a peor. Pero no pasa nada. Aquí no pasa nada. Ya nos pueden pegar hostias y encharcarnos con los orines de los ricos: aquí no pasa nada. La revista Hola y otras donde salen los artistas del famoseo y los reyes de medio mundo son el alimento intelectual y psicológico de quienes están en el paro, cobran una pensión ridícula por jubilación o trabajan bajo el martillo neumático de un contrato basura. Es lo que hay. Y por eso se ríen los que mandan. Por eso se ríen. Por eso.