DOWN HOME IN TENNESSEE EN UN CAFÉ DEL PUERTO
Siempre hay algún fantasma que anda suelto. Otros los encerramos en la cabeza y jugamos con ellos al póquer y a emborracharnos en los bares de mala reputación. A veces esperamos la llegada de un barco y lo que cruza el puente es un ejército de fantasmas. Los saludamos como si fueran colegas de toda la vida. Les ayudamos a transportar el equipaje invisible, los miramos conmovidos, igual que si regresaran de un largo viaje. Los fantasmas son una metáfora de algo, dicen. Pero a mí me da igual lo que digan. Lo único que quiero es que esos fantasmas me acompañen siempre y eso está asegurado mientras existan los libros de Jean Ray. Una vez tenía sus relatos, un volumen gordo con montones de sus narraciones de marinos borrachos y visionarios, de mujeres hermosas bañadas en ese color brumoso de los cafés del puerto, de bichos que acudían a la llamada asquerosamente cruel de la venganza. Una vez tenía ese libro gordo y desapareció no sé dónde. Lo busqué desesperadamente. En las casas de los amigos. En las librerías. Nada. Imposible. No existía el libro. No existía Jean Ray. Otra vez, dado ya el libro gordo por perdido, andaba hurgando en las librerías de viejo. Me gusta escarbar ahí, en los montones de papel que siempre encierran la seguridad de una sorpresa. Ahí descubrí las novelitas de Jean Ray que protagoniza el detective Harry Dickson. Muchas. No las más del medio centenar que publicó la editorial Júcar en los primeros años setenta, no todas esas. Pero muchas. De nuevo la conmoción. Devoré como un alucinado las aventuras de esa pareja detectivesca que forman Dickson y Tom Wills, su joven ayudante. Igual que sucedió con Roberto Alcázar y Pedrín, los estudiosos reclamaron la homosexualidad de la pareja. Y se quedaron tan anchos. Recuerdo que Eduardo Vañó, el dibujante de la serie española de tebeos protagonizada por “el intrépido detective español”, se ponía tristísimo cuando me contaba esa teoría que él consideraba absurda y malintencionada. Los fantasmas también aquí, en los relatos de misterio, de suspense, de ciencia-ficción, de tantos géneros como alcanzaba la inagotable imaginación de un autor tan absolutamente único como desconocido. La edición de Harry Dickson es absolutamente sorprendente: las cubiertas espléndidas, algunas traducciones inimaginables (qué sorpresa encontrar ahí a mis queridos Caballero Bonald y Mariano Antolín Rato, a Eva Forest y Alfonso Sastre, a Fermín Cabal…). Este verano regresé a esas aventuras, a La banda de la araña, El canto del vampiro, El camino de los dioses, a tantas historias protagonizadas por un detective que es como si se burlara a cada rato del mismísimo Sherlock Holmes. Una tarde encontré en una librería el volumen gordo extraviado. Allí estaba, con su contracubierta verde y en la cubierta, pomposamente escrita, la leyenda “Obras escogidas de Jean Ray. 1ª Selección”. Editorial Acervo. No sé si hay una segunda selección. Pero allí estaba el libro. Con las manchas del tiempo que eran como de aquel whisky “honorable” que inunda todos las historias. No hay mejor relato de terror que La venganza. No lo hay. Ni de más asco. Tampoco. Ni personajes como Bobby Moos y sus colegas que viven en las borracheras inacabables del “Site Enchanteur”. Ni tanta ironía, ni tanta inocencia, ni tanta ternura como cuando Jean Ray cuenta las historias de las putas en los bares brumosos. “¿Dónde escupiríais de vuestra boca el mal sabor del tocino rancio, de las galletas enmohecidas, del arroz picado? ¿Dónde, decidme, sino en sus brazos suaves como el terciopelo, en sus divanes que huelen a perfume barato y a tabaco rubio, entre las hermosas mentiras de amor que todas ellas saben recitar tan bien, mientras el gramófono deja oír las notas de Down Home in Tennessee?”. Adoraba a Dickens. A ése sí que lo adoraba Jean Ray. Había nacido en Gante en 1887 y murió en 1964. Si no quiero que se acabe el verano es para seguir devorando sin descanso las aventuras de Harry Dickson, los relatos de fantasmas, de putas, de borrachos, que Jean Ray escribió cuando él mismo era el más fanfarrón de los fantasmas, el mayor borracho, el que mejor supo contar -de primera mano- los amores y las canciones de las putas en los anocheceres del puerto.