LA MUJER QUE NO TEME A LA LLUVIA
Has dejado tu nada para enfrentarte al silencio.
Jim Morrison
Cruzar la frontera, ver lo que hay en la otra parte. Ése era el sueño del joven Ryszard Kapuscinski. Sabemos que el mundo cabe en un punto insignificante, como escribía Borges, que también supo de las fronteras que es mejor no cruzar para ignorar el horror que habita al otro lado. Él se aplicó el cuento y no quiso darse cuenta de que Argentina -cruzando los límites de su escritura magistral- era un país de muertos, torturados y desaparecidos a manos de la dictadura militar (como tampoco quiso hacerlo, aunque luego pareciera que sí, Ernesto Sábato). El miedo a conocer la verdad genera monstruos. A veces quienes deberían contarla se callan o la llenan de falsedades. Pero hay gente que no está por el silencio. Ni por la falsedad. Es entonces cuando una periodista inicia el cruce de la frontera. Sabe que en su cabeza hay un punto insignificante -ese Aleph apenas del tamaño de una mota de polvo- que lo envuelve todo: es la conciencia de quien se niega a asumir que sólo hay una versión de los hechos, una versión que siempre será la que engorde las cuentas corrientes de los dueños auténticos del relato: esos, los que nunca aparecen a cara descubierta. Es entonces cuando la periodista Olga Rodríguez cruza la frontera. El joven Kapuscinski se fue a la India. Ella tenía que llegar a Oriente Medio. O Próximo. La mezcla de países de una y otra área la soluciona nombrándola de la manera más frecuente en que la nombran los organismos internacionales. Este verano ha sido un tiempo de viajes cercanos, ya lo dije en alguna de estas crónicas. Pero esta vez me fui lejos. No en avión: nunca vuelo, no sé qué hostias pintan los humanos saludando a los pájaros de nube a nube. El viaje ha sido a lomos de un libro extraordinario: El hombre mojado no teme la lluvia (Debate). Lo ha escrito Olga Rodríguez, periodista de Cuatro y de la SER. La Turia premió hace unos años su trabajo de cronista cuando la invasión de Irak que todavía continúa.
Son varios los viajes de esta mujer a los territorios de las bombas. En medio de las explosiones descubre que la historia se construye con lo que se dice pero también con lo que se calla. La mujer está ahí, en el centro del huracán, para conocer primero lo que pasa y contarlo después con los estallidos a dos pasos de su aparente frágil envergadura. Yo la escuchaba entonces. La cara se la puse después, cuando aquel verano de los premios Turia. Ahora viajo con su libro desde los altos de la casa en Gestalgar, en una tarde gris que se parece a un tango o al otoño. En el aparato de música suena “New skin for the old ceremony”, el disco de Leonard Cohen que más me gusta. Y recuerdo lo que decía en uno de sus poemas más antiguos: A veces tengo que ir donde el hombre es un extraño a su dolor. Ese hombre son los protagonistas de este libro que está escrito como se escriben los más imprescindibles: desde la necesidad cabezona de saber, de comprometerse sin tapujos con la mirada orgullosa de quienes han elegido para no perder la dignidad vivir a la intemperie.
Así viajan los personajes de estas páginas que duran lo que uno quiera porque puede demorarse en la melancolía de las palabras susurradas en veladas de confesiones íntimas o correr a mil por hora para encontrar un hueco donde refugiarse de la metralla que sale de las bocachas aceradas del infierno. En todos los países habita Yaser Alí -el hombre que no teme la lluvia- con nombres diferentes. Desde Irak a Afganistán, pasando por Israel, Palestina, Líbano, Siria y Egipto, los hombres y mujeres que Olga Rodríguez encontró al cruzar la frontera son como Yaser: alguien que habla a cara descubierta, que no tiene miedo a la lluvia de la represión o que si lo tiene acaso haya concluido con Mario Benedetti que el miedo puede ser también una forma de coraje. Y lo más importante, al menos para mí: la misma autora es también una de esas mujeres que no temen a la lluvia, que escribe a cara descubierta, que no se arredra ante los intereses bastardos de quienes se creen siempre los dueños de todos los relatos. Del que construye Olga Rodríguez en este libro necesario sólo ella es la dueña. Sólo ella. Sólo.