SACAR LOS LIBROS AL AIRE DE LA CALLE
No sé si hay libro más enorme que “El corazón de las tinieblas”. Seguramente sí. O seguramente no. Lo humano que se descubre en su infinita condición de monstruo. La locura, el extravío, la sorprendente verbalización casi monosilábica del horror al final del viaje. Escribir como Joseph Conrad es casi imposible. Escribir un viaje al infierno como él en aquel libro tan breve como inacabable es aún más imposible. Y un paso más allá en su larga travesía por el mundo del mar, de la tierra, de las novelas: su oficio inmenso de lector crítico y voraz, a veces despiadado. Y junto a eso, su amor desmedido por los libros. Miren ustedes lo que escribía en 1905: “Entre todos los objetos inanimados, entre todas las creaciones del hombre, los libros son los que nos quedan más próximos, por contener nuestros pensamientos, nuestras ambiciones, nuestra indignación ocasional, nuestras ilusiones, nuestra fidelidad a la verdad y nuestra persistente inclinación al error”. Nada se escapa a la dimensión inabarcable de sus páginas. Nada. Buscar en esas páginas lo que necesitamos para salir a flote de cualquier atolladero. Indagar en las claves que nos expliquen los argumentos tantas veces engañosos de la felicidad. Saber por qué las cosas son así y no de otra manera diferente. Descubrir que la vida no siempre es como la habíamos soñado. Las respuestas a eso, a casi todo, están en los libros.
Ahora mismo se discute sobre su futuro, sobre los nuevos y amenazantes formatos electrónicos que auguran la muerte del papel como contenedor de historias. Pero eso se dice desde hace mucho. Y los libros continúan su andadura a trancas y barrancas. Los ves ahí, en los escaparates de las librerías, en las manos voluntariosas que habitan el metro de buena mañana, en los ojos medio dormidos que viven lentamente el ritmo pausado de los parques, en el silencio indomable de las bibliotecas: y sabes que una vez abiertos ya resultará difícil aparcarlos como a un trasto inútil. La vida de los libros crece cuando los encuentras en la calle. Alguien los saca a tomar el aire. Los pone a disposición de las miradas curiosas, a la intemperie que a lo mejor es el peor refugio contra la cagada de los pájaros, los dispone de manera que sepamos más que nunca que los libros tienen el olor del tiempo que se cuenta en sus páginas y conservan el olor del lugar incógnito donde alguien empezó a escribirlos un día inconcebible. Es entonces cuando el libro se expone a su destino más exacto: al manoseo del público que le da la vuelta bajo las ramas de un árbol plantado en medio de la plaza, junto a los paredones indomables de la iglesia del pueblo, entre las idas y venidas de una gente que a partir de ahora nunca olvidará algo que quizá antes no se había parado a pensar: que es imposible leer todos los libros pero que es un crimen no haber leído nunca ninguno.
El domingo pasado anduve entre esos libros, entre esa gente, entre los libros de antes y de siempre. Muchas veces viajo a un pueblo de la Serranía que empieza a ser como mío de toda la vida. En Alcublas había hace setenta años casi tres mil habitantes y ahora, como sucede en toda mi tierra, apenas llega a los ochocientos. Pero no sé qué pasa que es como si tuviera treinta mil. O más. No paran de montar saraos culturales a todo tren. No paran. Ese domingo habían montado, bajo el auspicio del incansable Grupo de Teatro del pueblo, el patrocinio del Ayuntamiento y con la participación de numerosas asociaciones locales de todo tipo, una muestra de libros en la calle que sería la envidia de otras iguales en ciudades de mucha más envergadura. No faltaba de nada ese día de libros a destajo. Todos los géneros. Todos los autores. Todas las épocas literarias puestas boca arriba en los tableros que ocupaban la plaza entera durante todo el domingo hasta que se pusieron boca abajo en la hora de la cena. Decía Conrad en “Notas de vida y letras”, el libro con el que empezaba esta crónica, que la imaginación es la materia básica del novelista. También lo fue para quienes organizaron el evento cultural en Alcublas el primer domingo de agosto. Un viaje irrepetible al corazón de lo humano. Nada de horror al final de ese viaje sino todo lo contrario. Un gozo que se habrá de repetir en otras ocasiones. Seguro que sí, Seguro.