ELOGIO DEL ESTAJANOVISMO
Los tópicos que rodean la imagen del escritor se alargan también hasta las sombras del verano. Que si escribes a mano -te preguntan- y si es que sí pues si lo haces con boli, pluma o a lápiz, como el carpintero que había en mi pueblo o como el de Manuel Rivas en una novela sobre las dobleces del Mal como si fuera Moby Dick. O también que si echas mano del ordenador o sigues aún con la olivetti del año de la polca. Tópicos a manta que ensanchan sus pesquisas hacia los horizontes inacabables del verano. ¿Escribimos distinto en esta época de calores a destajo, mejor o peor que cuando el invierno pela de frío las palabras? Escribimos igual. Lo mismo. Sólo que con el tajo del tiempo transcurrido entre una y otra escritura. No tengo sobre la cabeza el ventilador de Dashiell Hammett aventando sus rostros literarios acabados en uve, ni las aspas que degollaron la historia de amor en “Casablanca” mientras Sam cantaba El tiempo pasará sin que Ingrid Bergman le dijera lo que las crónicas dicen que le dijo cuando llegó al Café de Rick y se reencontró con el amor más grande de su vida.
Escribo en lo alto de la casa en Gestalgar, sentado horas y horas al ordenador. Sin tópicos ni leches. Al ordenador, como en las oficinas. Sin esperar a que llegue ese gran tópico que endulza el trabajo del escritor: la inspiración. La inspiración, dicen. Y una mierda la inspiración. Te sientas con la cabeza en blanco y ha de echar humo aunque no quieras. Escribir es escribir y punto. Currar a destajo. Llenar la pantalla con palabras y frases que siempre habrán de resultar extrañas. A ti mismo, que las escribes. A quien las lea después, cuando ya no haya ninguna posibilidad de arrepentimiento por tu parte. Lo escrito, escrito está. No aquello de donde dije digo, ahora digo diego. No engañar a nadie. Llego de Gandía y pronto marcharé a otra parte. Los veranos son eso desde hace años: ir de acá para allá como los cantantes, hacer la maleta cada dos días, montarte en el tren y, como la otra mañana entre Cádiz y Sevilla, cagarte de miedo porque los vagones eran sobre las vías prehistóricas como las diligencias por los arrabales de las Montañas Rocosas en las películas de John Ford. Llego ahora de la Universitat d’Estiu de Gandia. Veintitrés años de cita entrañable, de recorrer por el día las ringleras de una cultura que esta vez hablaba del territorio. Así, a secas: Territori. País Valencià 2006. Les podrá a ustedes parecer tópico, como las novelas escritas a mano y los ventiladores de las películas policíacas. Pues no. De tópico, nada. Por allí pasaron las seguridades y las incertidumbres, el dolor del que nos dolemos por nuestra culpa y aquel que nos provocan esos canallas que lo venden todo para que cada vez nos parezcamos más a muertos vivientes habitando los despojos del planeta. El territorio es el último paisaje moral que nos queda: y no como refugio fácil sino como intemperie, como espacio a defender con uñas y dientes, como la buena memoria. Y sin embargo cada vez va quedando menos: menos territorio, menos moral, menos de todo. Vivimos en Gandía a las afueras del mar porque la playa queda lejos de la ciudad y la ciudad está desierta por las noches. Menos en los jardines de la Casa de la Marquesa, donde la música y el teatro y la jarana tranquila alcanzan las primeras horas de la madrugada.
Veintitrés años ya de un invento feliz que se llevan entre manos la Universitat de València y el Ayuntamiento de Gandía, bajo la batuta eficaz de un Joan del Alcázar que, con la ayuda inestimable de su equipo de colaboradores, se multiplica como si fuera un mago sacando conejos y cintas a colorines de la chistera. Las noches de la Marquesa soplaban la llama de un día entero hurgando en los entresijos de nuestra última historia. Y le ponían música a la indagación o le añadían la semiótica del gesto cuando las butacas se llenaban de sombras como la escritura del verano. Desde esta semana andaremos de nuevo en estas páginas, juntos y revueltos tantos años ya, mi querido Abelardo Muñoz y nuestros escritos currados sin tópicos y en horario estricto de puro oficinista. Oficinista trashumante, eso sí. De acá para allá. Pero sin esa tontería de llamar inspiración a lo que es, simple y llanamente, estajanovismo de pura cepa. Y tan pura.