PARA RETORCERLES EL CUELLO A LOS CANALLAS

Un cuento de Kafka sobre un ayunador. La exhibición impúdica de un hombre cuyo oficio es el de no probar bocado. Un oficio como cualquier otro. Lo decía Marx: el trabajo es una mercancía como otra cualquiera. Ayunar, morirse de hambre es un trabajo, dejas ahí una parte que sólo a ti te corresponde. El espectáculo de la decrepitud física. De la decrepitud moral. Sobre todo esa decrepitud: la que deja la moral hecha unos zorros. “Toda la ciudad se ocupaba del ayunador; aumentaba su interés a cada día de ayuno”, escribía Kafka. Y ya, los últimos días en que el circo permanecía en esa ciudad, la apoteosis: días enteros haciendo cola para ver al artista del hambre, como si se celebrara allí mismo un concierto de U2 o los Stones.
            Un paisaje desolado. Como en una alucinación de Philip K. Dick. Una nave que tiene toda la pinta de estar abandonada. Mucha gente espera. Por fin se abren las puertas y la fila humana entra, ocupa sus asientos frente a un escenario. Las luces de las gradas se apagan. Los focos se ciñen al espacio único donde los personajes desarrollan sus trabajos. No son personajes, aunque todo parezca asegurar que sí. Son gente que curra en diversos oficios. Un albañil. Un camarero. Una costurera. Un carnicero. Una administrativa. Una limpiadora. Un vigilante de seguridad. Un informático. Una prostituta. Igual se me olvida alguno. Siguen fielmente, obsesivamente, el ritmo que alguien les marca. Como la casa transparente que sacan en la televisión más bastarda. Se ve todo desde las gradas, como se ve todo desde el sofá de las casas después de cenar. Trabajan sin descanso ante la mirada de un público que no se pierde nada de lo que sucede en el escenario. Trabajar cansa, escribía Cesare Pavese en un poema con final dulcificado por el sueño. Los trabajos dirigidos al público que escribe Isaac Rosa en una novela tan enorme como irrepetible no tienen más seguro que la dureza de cada día, la repetición machacona de sus más mínimos detalles, la obscena necesidad de perpetuarse si quien trabaja quiere sobrevivir aunque sea como una puñetera mierda.
            Es la última novela que he leído este verano. Se titula La mano invisible (Seix Barral) y confirma lo que ya se sabía de Isaac Rosa: que la comodidad no es el material que alimenta la gran literatura. Escribir a contracorriente de las modas no resulta fácil en un tiempo domado por las exigencias del dinero. Escribir decentemente y desde la decencia es la negación del consenso, el descrédito de la tranquilidad, la mejor manera de quitarles el sueño a los que mueven los hilos del mundo con su mano invisible. Los trabajos que salen en este relato extraordinario (extraordinario por lo que cuenta como en un extrarradio del discurso único y también por la magnífica traza de su milimétrica, magnífica escritura) son el paisaje más común en lo contemporáneo. Lo decía antes: esa degradación a que obliga el hambre. La alienación como una rata asquerosa masticando a todas horas lo que habrían de ser complicidades de clase. La seguridad de que siempre habrá alguien que ocupará tu sitio en la jaula del hambre, en el espectáculo denigrante que un capitalismo terminator representa todos los días en el concierto mundial de la desesperación a que se ve abocada la miseria y los atracos perpetrados a cara descubierta por los ricos del planeta. La seña de identidad de una literatura que no avergüence a quien la escribe ni a quienes la leemos no es sólo que sea perfecta sino que les retuerza el cuello a los canallas. Las dos condiciones, las dos, las cumple a la perfección este relato que felizmente poco o nada tiene que ver con lo que estamos acostumbrados a ver en las estanterías del mercado.
En las gradas, un niño pregunta a su padre que por qué hacen lo que hacen sobre el escenario. “Para que veamos cómo trabajan, para que veamos qué es el trabajo”, contesta el papá. Para que sepamos lo que es una novela imprescindible -y aún más en los tiempos que corren-, afronten la llegada del otoño armados hasta los dientes con la que ha escrito Isaac Rosa y yo les acabo de contar en esta última cita del verano. Gracias por estar ahí todo el tiempo. Chao.