QUE CADA CUAL SE PAGUE SUS FIESTAS

La derrota republicana cruzó la frontera cuando el ejército franquista declaró su victoria. Allí la esperaban los campos de concentración. Sí, campos de concentración. Aún hoy existe un cierto recelo a la hora de nombrar aquellas extensas superficies ocupadas por el cansancio humano entre la tierra inhóspita y el mar. Mucha de aquella errática diáspora fue a parar a la ciudad que se convertiría en el epicentro del exilio republicano en sus diversas acepciones políticas e ideológicas. Esa ciudad era Toulouse. Sigue siendo Toulouse. En el espectacular recinto de los Jacobinos, se mantiene hasta el próximo 4 de septiembre la exposición Toulouse. Capital del exilio republicano español. Una muestra sencilla, tremendamente emocionante y pedagógica, de lo que fue la ciudad desde los primeros momentos de la asonada fascista cuyo fracaso daría pie a la larguísima guerra que duraría hasta 1939. En algunos aspectos todavía dura esa guerra por la gracia que les hace a los del PP el triunfo facha y la derrota de las izquierdas en una contienda que, por mucho que digan los amantes del empate histórico, unos la ganaron y otros la perdieron. No la perdieron todos. Eso es una de las mentiras que se han inventado juntitos los de derechas y José Bono (en el atrevido supuesto de que ese señor no sea de derechas). La perdieron quienes tuvieron que escoger entre la retirada o la muerte. Y punto. Y ahí estaba Toulouse para arrimar el hombro en la acogida solidaria al exilio republicano.
Sales con el ánimo encogido al ver en los carteles nombres próximos que vivieron aquí muchos años. Las referencias a mi amigo Juan Mateu, a su escritura en los sacos de cemento cuando era a la vez albañil y artista del grupo teatral Iberia. Su obra Don Juan Tenorio, el Refugiao quedará en la memoria francesa por aquellas representaciones y por la magnífica edición que el profesor Frédéric Serralta hizo de esa obra hace unos años, antes de que Juan se matara por esa mierda de azar que convierte de repente la vida enorme que le juntaba con su nieto Manuel en la terraza de su casa pedralbina en una estúpida muerte que todavía hoy nos resulta dolorosamente inconcebible. Sales, pues, con el ánimo encogido y en una tienda de la rue Gambetta te pregunta el encargado, con un punto de tonalidad irónica, sobre la visita del Papa a Madrid. Hace días que no sé nada de ese monumento al despropósito que supone el evento. No leo los periódicos, no veo la televisión ni escucho la radio. No quiero saber de esa humillación, del insulto que entraña a la decencia la estancia papal en unos momentos en que la crisis golpea nuestro país dejándolo a las puertas del derrumbe económico. El derrumbe moral ya se ha producido. Y la prueba bien clara es esa llegada, las palabras vergonzantes del jefe de la Iglesia vaticana, los rostros de algunos pájaros -auténticos delincuentes- que aparecen en las fotos acompañando las plegarias de Ratzinger. Para escribir este artículo recurrí a algunas informaciones periodísticas y ahí estaban esos rostros de banqueros y políticos corruptos, de ese Juan Cotino que enfriaba su anacrónica y ridícula beatería con seis litros de horchata para que el Papa promocionara (nada menos) los productos valencianos, de esa policía cada vez más dispuesta a joder las manifestaciones de la indignación y hacer frente común con la derecha política y el poderío de la Conferencia Episcopal. A mí me da igual que se monten sus fiestas los de Rouco Varela. Pero que se las paguen ellos, que digan lo que digan los eufemismos oficiales no las monte, para más vergüenza democrática, un Estado que se declara constitucionalmente aconfesional con un gobierno socialista al frente de sus políticas al menos hasta el próximo noviembre.
Cuando salí de la tienda me quedaba la memoria de la dignidad republicana en una ciudad que fue y sigue siendo generosa con aquella memoria. El Papa, Cotino y su horchata, la policía y la delegada del Gobierno en la Comunidad de Madrid, los miles de peregrinos que llenaban las calles y las plazas madrileñas con Aznar y Ana Botella a la cabeza eran la parte siniestra de una actualidad que no me gusta nada. Absolutamente nada. Nada.