YO NO PUEDO DARTE NADA, SÓLO AMOR

La luz llega más y mejor a la terraza de La Samaritaine. Chaflán de lujo sobre el Vieux-Port. Mesitas de tablero blanco y sillas de mimbre endurecido. La luz de La Samaritaine es la luz de Marsella en las novelas de Jean-Claude Izzo. No sé si saben ustedes quién es Izzo. Ni si han leído sus novelas. Yo descubrí un día, por puro azar, su primera traducida al castellano: Total Khéops. Ni idea. Tampoco de su autor. La compré. El azar hace vivir aventuras incalculables. Con los libros también. Allí salía Fabio Montale. Cerca de cincuenta años. Era policía. Antes de ser policía fue un joven delincuente por los estercoleros de Marsella. Tres amigos: Ugo, Manu, él mismo. Y Lole. Un día mataron a los dos amigos. La policía. Una refriega entre bandas mafiosas. La muerte en las historias de Jean-Claude Izzo. El amor de Lole, con Ugo, con Manu, con Fabio Montale cuando ellos ya no estaban. La amistad. Sobre todo las amistades rotas: “Georges Mavros era el único amigo que me quedaba. El último amigo de mi generación. Ugo y Manu estaban muertos. Los otros se habían perdido no sé dónde. Donde habían encontrado un trabajo. Donde pensaban que iban a triunfar. Donde habían encontrado a una mujer…”. Las novelas que parecen policiales pero van más allá de cualquier género. Siempre regreso a esas páginas que ya no tendrán continuación porque quien las escribió se murió a los cincuenta y cinco años en el 2000. Fabio Montale abandonó la policía. Tampoco le gustaban los uniformes. La corrupción oficial, la conciencia de clase: “los auténticos ladrones nunca habían tenido que dar un tirón para poder cenar”. Eso lo dice en su segunda novela: Chourmo. Quiere decir chusma, esos jóvenes que no tienen ninguna oportunidad, que son carne de cañón desde que nacen en la zona norte de la ciudad. Después llegó Soleá, la última de la trilogía bien o mal llamada policial. Y finalmente, la que considero su mejor novela: Los marineros perdidos. Hace unas semanas, hablamos con Georges Tyras de las novelas de Izzo en la Universitat d’Estiu de Gandia. Estuve feliz. Allá donde voy, si puedo, inyecto en vena sus historias, la soledad de unos personajes a la deriva, los sitios de Marsella que nunca olvidaré.
Pasean por las calles de la ciudad la lentitud del tiempo y los recuerdos. El barrio del Panier, con los afiches rotos llenando las paredes, la ropa tendida en los balcones, las carrocerías desguazadas de los R-5 que hace un siglo corrían como flechas por los laberintos del barrio. Bajas hacia el puerto y en la Place de Lenche descansas un rato porque vas cargado con una pila de jabones naturales que siempre compras en Petanque, la vieja tienda abierta en la rue du Petit Puits. Un poco más abajo, la bullabesa que Montale toma en el café de Félix y yo en Maison Blanche, un luminoso restaurante del Quai des Belges, a un paso del mar. Y más allá, el islote de If, con la inmensa mole del castillo donde estuvo prisionero El Conde de Montecristo. La realidad y la ficción se mezclan con mano maestra en Marsella: Fabio Montale y Edmund Dantés, Jean-Claude Izzo y Alejandro Dumas. Y al final de todos los caminos, con la playa a un lado, el pequeño puerto de Callelongue, los islotes del Frioul, los barcos a lo lejos… Antes, un minuto de descanso en Les Goudes, el pueblo de Montale, el lugar junto al mar donde Marsella se reinventa. Y al final, la lucha a muerte con la Mafia en esos acantilados bellísimos, la última mirada a los amores que regresan como fantasmas del pasado, con las canciones de John Coltrane y Gian Maria Testa. “Sin duda, todos los verdaderos amores son así. Tan quebradizos como el cristal”, piensa Montale cuando Lole está saliendo de su vida para enrolarse con otro amor en un grupo de flamenco y jazz: “I can’t give you anything but love, baby…”.
            La luz de La Samaritaine en los amaneceres de Marsella. Hace ya muchos años que leo a Jean-Claude Izzo. Siempre hace muchos años de casi todo. Un día le decía el viejo Attilio a Fabio Montale que cuando nos damos cuenta de que andamos perdidos ya es demasiado tarde. Eso pasa en las novelas de un escritor extraordinario. No sé si también pasa en la vida. A lo mejor también. A lo mejor.