NOCHE DE VERANO CON LIBROS Y CANCIONES

 

Para Ana y su novio sin nombre, que estaban allí.

No existen los libros sino sus subrayados. Las páginas limpias no dicen nada. Son inútiles. Con el paso del tiempo se desdibujan, acaban perdiendo la tinta, como aquellas viejas cartas escritas con jugo de limón. Si quieres conocer la vida y milagros de la gente (de la gente que lee, quiero decir) no tienes más que hurgar en las estanterías de su casa, abrir algunos libros y repasar las anotaciones escritas en las orillas de sus páginas, las frases repasadas con el lápiz del misterio, esa palabra que para ti puede no tener ninguna importancia y resulta que le salvó la vida a quien la destacó entre las otras por motivos rabiosamente intransferibles. De nada sirven esos libracos de seiscientas páginas si al final vuelves al principio y no has sido capaz de subrayar una sola línea. Para qué, entonces, el tiempo tuyo dedicado al libro. Para qué. La grandeza de los libros está en ese tiempo tuyo que le añades, en lo que te va cambiando por dentro a cada párrafo, en la tinta con la que dibujas a cada paso la cicatriz de la sorpresa. Cuando cierras un libro, si no es tan tuyo como de quien lo ha escrito es que es una mierda o tú un lector de puta pena. Los libros han de ser torturados, vueltos del revés. Me lleno de cólera cuando veo a alguien leyendo un libro con las tapas forradas, como hacíamos de críos con los libros de texto que seguramente heredarían los hermanos pequeños. La única manera de proteger un libro es devorarlo, estrujarlo para quitarle cualquier acartonamiento. Y luego, cuando ya haya pasado mucho tiempo de la primera vez, hemos de regresar a él con una humildad extrema, sin pensar que ya lo conocemos entero, que no guarda ningún secreto para nosotros. Hemos de regresar a él como regresaba Cortázar a sus antiguas calles de Buenos Aires (aquellas vederas, en el lenguaje torpe de la infancia), con el ánimo dispuesto a asumir que allí se quedaron encerrados tantos misterios no resueltos en las anteriores lecturas. La costumbre de no prestar libros nace seguramente de ahí, de esa condición de espera que cada uno de ellos se exige y nos exige después de aquella primera vez. Pero también hay un rasgo que corrobora la grandeza de un libro: cuando lleno de subrayados lo entregas sin  ningún empacho a los amigos. Aquí lo tienes, haz de él lo que quieras, en sus páginas está la historia de los personajes que la protagonizan y también, seguramente, la historia de mi vida. Eso queremos decir en el momento de la entrega. Los subrayados, el alma de los libros, la amistad sellada en el desvelamiento de lo que esconden sus tripas. Aquella noche de este verano Joaquín Sabina cantaba en Valencia. Dieciséis mil personas tendidas en la hierba de sus canciones. Los dejé ahí, los subrayados, mientras en el camerino hacía glugluglu el músico para entonar mejor el repertorio incansable. Se los dejé, a él y a Jimena, como años atrás me habían entregado ellos los discos suyos más queridos (incluidos algunos de Leonard Cohen, Silvio Rodríguez y Polaco Goyeneche). Les dejé esa noche los subrayados que fui cometiendo con los años en “Palabra sobre palabra”, de Ángel González, el poeta a quien tanto queremos, de quien ellos se sienten tan cercanos. Todo saldrá bien esta noche, no podemos decepcionar los versos marcados a lápiz, las palabras al margen, los asteriscos añadidos al título de cualquier poema para jerarquizar su envergadura. Eso pensaba mientras el cantante repasaba cuidadosamente los armatostes vocales escondidos en la garganta. Y cantó la hostia en el estadio Ciudad de Valencia, mientras en una maleta esperaba el veredicto del público el libro impresionante del amigo, el abalorio de la suerte que urdimos los tres juntos antes del concierto. Desde el escenario se veía una ola de lealtad incalculable -como la del lector atado sin remisión a un libro y sus misterios- y después ya se fueron los dos a Madrid, a caballo de esa cercanía que siempre encuentran en esta ciudad que tan hermosa podría ser si la dejaran en paz sus gobernantes. Se llevaron los subrayados, lo único que vale la pena de los libros. De cualquier libro. El alma de sus páginas, de quien fue capaz de escribirlas, de quien las devoró con la seguridad de que por más que pase el tiempo siempre habrá en alguno de sus renglones un misterio sin resolver hasta la próxima lectura.