PONME LA MANO AQUÍ, MACORINA

Me acabo de enterar. Se ha muerto Chavela Vargas. Estos días todo dios hablará y escribirá sobre esa mujer que siempre anduvo fuera de su tiempo. Contarán sus aventuras locas con pistola al cinto, su inmensa tripa capaz de albergar toneladas de ron y de tequila, tanto amor distribuido en tantos lugares del planeta, lo que cabe en noventa y tres años de robarle a la vida lo mejor y lo peor para las dos. Lo primero que he hecho al enterarme de su muerte es poner uno tras otro sus discos. Ya sé que esto les puede parecer a ustedes pura retórica, pose tonta de escribidor a destajo y con plantilla: pero es lo que hice, lo que estoy haciendo ahora que escribo sobre Chavela y sus canciones, y sobre algún pedazo de vida que alguna vez tuve la suerte de compartir con ella y sus canciones. Tengo casi todos sus discos, los de antes, cuando su voz aún no estaba mellada por el alcohol y las noches de farra inacabable; y los de después, con su voz cuarteada por el abandono, por todo aquel tiempo en que anduvo desaparecida y regresó felizmente en la compañía de Pedro Almodóvar y Joaquín Sabina. Una vez la vi en el Teatro Principal de Valencia, hace ya mucho, y escribí la crónica de aquel concierto para la Turia. Salimos de allí temblando, con la emoción incrustada en la piel de la sorpresa, frágiles porque toda la energía nos la había chupado a lo largo de casi tres horas como aquella vieja dama que se alimentaba de la sangre de los otros.
Esta mañana de lunes, tapiado el calor de la calle Larga en Gestalgar por su música, saco aquí lo de Vázquez Montalbán: “Cuando te encuentre/ en el trastero del mundo/ Chavela/ me mostraré indiscreto/ quisiera/ saber qué fue de tu Macorina/ si supiste qué hacer/ de aquel olor a mujer/ a mango y a caña nueva”. Fue Chavela Vargas la mujer a deshora que les cambió el tiempo a los relojes. El tiempo no se le paró nunca, por más que a veces nadie supiera dónde estaba. No sé si incluso ahora que se ha muerto el tiempo se habrá detenido para ella: seguramente no. No paro de escuchar la canción suya que más me gusta. Bueno, son dos. Una: Las simples cosas. La voz rota, arrastrada verso a verso: “Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida”. Y ella amó la vida también cuando andaba huida no se sabe dónde y menos aún hacia qué lugares desconocidos, recluida en ese pozo sin fondo del olvido que tanto se parece a la muerte. Luego regresó con la fuerza de una madurez envidiable. Después de Las simples cosas, la segunda de mis canciones preferidas: Las ciudades. Cuántas veces lo comentaba con Joaquín Sabina: es su mejor canción. Él estaba de acuerdo. Y aquella noche en un hotel de Valencia, ya de madrugada, cuatro amigos, el colmo ya de la magia: Chavela cantando esa canción a petición mía, con las manos de Joaquín apretando nerviosas la guitarra. Creo que nunca lo he visto más contento. “¿Crees que esto es real?”, me preguntó. Para mí no lo era. No sé si para él. Ellos eran amigos y yo el testigo fiel, totalmente abducido, de una lealtad que no se acabará nunca. Escucho Las ciudades sin parar. Una y otra vez. El hielo de las despedidas, cambiar un mundo por otro que a lo mejor acabará siendo nuestro, esa extraña fuerza que el amor tiene aun en los instantes del frío. El miedo a que algo se nos pierda en lo que va de un sitio a otro: “La distancia aparta las ciudades, las ciudades destruyen las costumbres…”. Algunas canciones se quedan con nosotros para siempre y no sabemos muy bien por qué.
El verano es tiempo de vivir. Creo que lo dijo José Manuel Caballero Bonald: lo que se dice vivir, se vive en los veranos. No sé si dijo eso, más o menos, o me lo invento yo. Pero a veces lo que inventamos también es real. Sin embargo, esta mañana de verano escribo de una muerte, aunque se trate de una muerte que nunca alcanzará las enormes dimensiones de la vida que la precedió durante la friolera de noventa y tres años. Todo eso y lo que vendrá duró Chavela Vargas. Ahora durarán sus canciones, la voz quebrada en un tiempo que se escapa por “los descosidos del mundo”, como también escribía Vázquez Montalbán. Se ha muerto Macorina. Y yo aún no me lo creo.