UNA PECERA EN MEDIO DE LA MULTITUD

No somos nada. Si acaso un puntito insignificante en la galaxia de las nuevas tecnologías. Habitamos en una casa transparente. Como aquel pez encerrado en la pecera por Cortázar, la mutación nos ha devorado y somos una misma cosa: el pez y quienes lo observábamos con curiosidad infantil desde el otro lado del cristal. Las calles son un catálogo de cámaras sofisticadas y como en La vida de los otros esa vida pertenecerá a los propietarios del ojo mágico cuyo dominio no tiene límites. Hace muchos años soltó Marshall McLuhan aquello de que el medio es el mensaje. Entonces los periódicos se escribían con letras de plomo y la televisión tenía más nieve que una estación de esquí en temporada alta. Y aprendimos que lo que se decía no era importante sino la manera, el soporte, en que lo que se decía llegaba a sus destinatarios. Dime en qué televisión, en qué periódico, en qué radio has salido y te diré quién eres. Han pasado cincuenta años y el mensaje sigue siendo el medio, sólo que el medio se ha sofisticado hasta un punto en que la vida no vale nada cuando cae en las garras de las redes mediáticas. Y también, como una cruel, humillante paradoja: si la vida no cae en las garras de esas redes tampoco vale nada. Las redes sociales, internet, móviles de última generación… yo qué sé. Esos son los medios, esos son los mensajes. Esa chica toledana que se llama Olvido Hormigos Carpio y gozaba hasta ahora de una vida tranquila en su pueblo está siendo devorada por ese mensaje, por los medios sin los cuales según voces más o menos autorizadas no podemos vivir. No existimos fuera de esos medios. Que se lo pregunten a ella.
Me enteré tarde de esa historia. Sigo poco la actualidad: con las pesadillas que me provocan Rajoy y Sáenz de Santamaría ya tengo bastante. Pero aún he llegado a tiempo. No hay periódico ni radio ni televisión que no hable del famoso vídeo protagonizado por la mujer que hoy ocupa las primeras páginas de los noticiarios. Ya no hay intimidad en ninguna parte. Hasta el amor se ha convertido en una carnicería donde se exponen como vacas desolladas los cuerpos del goce que se verá automáticamente convertido en afrenta pública. Traicionamos lo que amamos, decía Godard en A bout de soufflé. No sé si para que dejen de amarnos, tal vez para convencernos de que ya no amamos lo que amábamos. Las redes sociales se han convertido en un hervidero de traiciones, empezando por las que perpetramos nosotros contra nosotros mismos. La intimidad no existe: la hemos convertido en representación pública. Existimos en los otros. Somos twitter, facebook, cualquiera de esos espacios siderales donde somos una ridícula insignificancia en la orquestación marrullera del tiempo de ahora mismo y de quien lo habita. La realidad no existe y aún menos aquella realidad que transcurría en nuestro propio espacio: nuestra habitación de siempre, el pedazo de sol de todas las mañanas, la cama donde soñamos con ovejas eléctricas como hacían los locos de Philip K. Dick, ese espejo cagado por las moscas donde discurrían las peripecias de un rostro en el que a pesar de los años nos reconocíamos. Pero las caricias de Olvido Hormigos no tenían sentido si no las convertía en ficción. Y para eso están los medios tecnológicos última generación: para convertir la realidad en una ficción vista con detalle de entomólogo en una pantalla que manejamos a nuestro antojo de depredadores de los otros. El whasapp se ha convertido en uno de esos medios más activos, por su rapidez diabólica, por su gratuidad (menudo precio pagamos con la dependencia igual de diabólica que nos exige su uso), por su apariencia de juego infantilmente familiar que no supone ningún peligro para los participantes. Las caricias de Olvido sólo a ella le pertenecían. A nadie más. La carnicería donde se exponen los despojos de aquellas caricias se ha abierto cuando en su vida hasta lo más íntimo, lo más intransferible, se ha convertido en ficción. El placer no es placer si no lo vivimos en la absurda pantalla donde el axolotl de Cortázar tiene nuestro rostro y nosotros hemos pasado a vivir en la obscena realidad de una pecera dejada caer en medio de la multitud. Eso sí: para el goce de esa multitud y no para el nuestro. ¡Vaya mierda!