ABRIR DE UNA VEZ LAS GRANDES ALAMEDAS

Los años pasan y lo que llevan dentro sigue teniendo, demasiadas veces, un peso insoportable. Las espaldas del tiempo se doblan con la fragilidad de los juncos, y al tocar tierra escarban como los topos para esconderse del miedo. El miedo. No sé por qué pero todo dios habla del miedo cuando hace ya mucho que ese miedo campaba a sus anchas por las negruras de la historia. Las dictaduras persisten después de que se mueran los dictadores. Las democracias que vienen luego se cosen las heridas con el hilo del olvido. Lo que pasó antes, ¿para qué recordarlo, para qué sacarlo cada día a pasear con lo de ahora, para qué nombrarlo si todas las veces que lo nombremos será como empezar de nuevo los tiros de unos contra otros? Las dictaduras brillan en el esplendor de las nuevas democracias surgidas de sus brasas, no de sus cenizas. Mejor que nos entendamos todos, que nos reconciliemos todos para que no se repitan los horrores. Sentemos a nuestra mesa a los verdugos. Busquemos en lo más hondo de nuestras conciencias lo mejor de esos verdugos para que no se cabree de repente, algún día, su parte más oscura y vuelva a su bastarda vocación por el exterminio del contrario. Lo mejor de esos verdugos, dicen algunos. No todo es blanco ni negro. Hay matices en todo. En los verdugos también: a poco que ahondemos en sus tripas descubriremos algo, aunque sea mínimo, que no nos repugne. Son humanos, como el resto del mundo. Como sus víctimas. Las democracias exhuman el perfil noble de los dictadores. Eso dicen voces autorizadas de los consensos planetarios. De los olvidos planetarios. De los silencios planetarios. Eso dicen.
El 11 de septiembre de 1973 Augusto Pinochet liquidó el tiempo democrático de Salvador Allende. El general de los ejércitos. El presidente de Chile, elegido en las urnas tres años antes. Dos protagonistas de la última historia en un país que, como en el nuestro, no hay manera de que la historia circule por las alamedas de la verdad. Nunca se abrieron del todo aquellas alamedas que anunciaba el presidente en su última alocución desde la Moneda. Nunca. ¿Por qué resulta tan difícil, tan imposible, que el horror de una dictadura salga al cielo abierto de la verdad? ¿Cuántas verdades hay, de cuántas verdades hablamos cuando hablamos del golpe de Estado en Chile, de los miles y miles de muertos y desaparecidos, de recién nacidos que no se enteraron de que la música del sonajero que acariciaba sus sueños era la música que hacían sonar los asesinos de sus padres? ¿Por qué tantas verdades para explicar la mierda de una dictadura? Tantas verdades, dicen. No sé de dónde se sacan tantas verdades. No sé de dónde se las sacan. ¡Y qué parecido, qué triste parecido con nuestra frágil democracia, la chilena!
Al principio se habla del miedo. Ojo con la bestia, con sus herederos, con la violencia que dura en sus filas hasta que se nos pierde la memoria. Nuestra memoria se la quedan ellos. La cambian por la suya. Siguen siendo los artistas del golpismo quienes ordenan nuestro tiempo democrático. En casi todas partes lo mismo. ¿O no está pasando algo de eso en Chile? ¿O no está pasando algo de eso en España? Pero ya no es tiempo de miedo. Lo que es es tiempo de zanjar de una puta vez el peso que encorva las espaldas de la historia. Abrir a lo largo y a lo ancho las alamedas de la libertad y de la democracia. Dejar de trampear con las grandes palabras, como reconciliación y otras de idéntico tonelaje. Lo peor que le puede pasar a un país es reconciliar en falso las partes enfrentadas en el conflicto. La única reconciliación posible no es con los verdugos y sus cómplices sino con la verdad y con la justicia.
“Los muertos crecen”, escribía en un poema León Felipe. Y al mismo tiempo -también escribía el poeta- van huyendo “los alcabaleros de la muerte, los centuriones en acecho… los constructores de ataúdes”, que ven con estupor cómo crecen los muertos en nuestra memoria. Aquel 11 de septiembre de hace cuarenta años murió Salvador Allende y llegó la dictadura de Augusto Pinochet. Y ahora, para acabar, la pregunta del millón: ¿cuándo demonios se acabará esa dictadura? Cuándo.