PAISAJE DESPUÉS DE BUENOS AIRES
Sus caras eran como una patata llena de agujeros negros. Y por la boca, torcida en una mueca de ridícula decepción, les aparecía un gato cebollero que dejaba a su paso la huella pastosa del desastre. Adiós la tapadera, esa coraza de desvergüenza y de cinismo con que esperaban ocultar sus políticas depredadoras, su vocación imperturbable por la mentira, esa implacable vocación tan suya por convertir las ilusiones de la gente en una abrupta y cruel carnicería de esperanzas. Esa gentuza del gobierno y sus voceros mediáticos se lo jugaban todo a una carta: la de que los Juegos Olímpicos de 2020 se celebraran en Madrid. Era su última jugada. Y acudieron a Buenos Aires con un espectacular aparataje de medios y los naipes marcados de una recuperación económica que sólo ellos defienden aunque sepan que es falsa. Y a la cabeza, el Príncipe. Con su don de lenguas y un despojamiento de protocolos que según sus asesores lo convertían en rana vestida de deportista: yo no soy un Príncipe, soy un olímpico. Con las olimpiadas en Madrid decían que ganábamos todos. Era la consigna repetida hasta el hartazgo por todos los coros mediáticos y empresariales puestos desvergonzadamente a su servicio.
Durante muchos días, desde esos foros de prensa escrita, radio y televisión se martilleaba con lo mismo: lo bueno que sería para todos que la magna cita deportiva se viniera a España, bueno, a Madrid, que para todos esos es lo mismo que decir España. Y otra gran engañifa periodística: el apoyo unánime de la ciudadanía, de toda la ciudadanía, a esa aspiración. No ha habido apenas hueco para el descontento, para la crítica extendidísima, para explicar claramente otra aspiración bien distinta: la urgente necesidad que este país tiene de liberarse de chorizos metidos a políticos, a empresarios y a familias reales a punto de recibir la extremaunción. Estábamos en Jauja y la crisis económica ya había pasado a mejor vida. Los sueños de la gente ya no se hundían en los contenedores de basura cuando llegaba la madrugada. La felicidad había vuelto a las casas y los seis millones de parados acudían al tajo todas las mañanas con canciones alegres en los labios y el alma henchida de porvenires, unos porvenires impensables un rato antes de que el Comité Olímpico nos eligiera como ganadores. Todo estaba a punto para la explosión de futuros dichosos. La traca de las expectativas fantásticas llenaría de colores las calles y las plazas y en Valencia se afanaba Rita Barberá en una tarea imposible: abrir el mar a los barcos de vela para que llevaran olas adentro, más allá del horizonte, su anunciada imputación y por lo tanto su inclusión en la orla de delincuentes que atiborra el organigrama valenciano del PP.
La noche del sábado último se les rompió la estrategia de la suplantación. Una realidad triste y agónica por otra en que los perros estarían atados a las farolas con longanizas mientras los dueños compraban a manos llenas y sin problemas de crédito en el supermercado. Se han quedado desnudos delante de todas las televisiones del planeta. Ridículos en su desnudez, a ver qué se inventan ahora para taponar sus malas artes en las tareas de gobierno. Nadie se los cree porque es muy difícil que nadie se crea su terrible y entusiasta vocación por la mentira y el cinismo. En Buenos Aires cayeron los primeros. Desde sus medios entusiastas nos habían vendido el veneno nuclear de Fukushima y la inestabilidad política y social de Turquía como un valor añadido a nuestras incontestables virtudes, merecedoras sin dudas de ninguna clase de la designación olímpica para 2020. Allí, tan lejos de un país cada vez más necesitado de honradez política y justicias igualitarias, se cubrieron de mierda los jefes de una cuadrilla de desaprensivos que no paran de hundirnos cada día más mientras ellos disfrutan de privilegios inacabables. Ahora podría decir aquello de la impresentable cachorra del PP: ¡que se jodan! Pero lo que me sale es algo bien distinto. Que esa caterva de chorizos se vaya de una puñetera vez y deje de jodernos. Pues eso.