PARA NO MOLESTAR A LAS ESTATUAS
El miedo no se acaba nunca. Eso escribía hace años en una de mis novelas. Allí hablaba de la gente que se echó al monte para escapar, primero, del exterminio a que el ejército franquista sometía a la población allá donde entraba victorioso en los primeros tiempos de la guerra. Luego, ya en la posguerra, otra gente se sumó a la que sobrevivía en las montañas y siguió dando la matraca armada contra el franquismo, confiando en la victoria aliada frente a Hitler. Entonces el miedo estaba en todas partes. Era como el aire que se respiraba. Lo metían los vencedores en la cotidianeidad oscura de una época infame. El miedo. Algo que para nada suele ser materia de crónica veraniega. Si acaso, el temor a que una medusa se enganche a la piel en una playa y te joda las vacaciones. No es mi caso. Huyo de las playas. En mi vida he pisado ninguna en los veranos. Algunos días de invierno sí que me gusta andar un rato por la arena, buscando esa luz rojiza del atardecer que te serena el ánimo. El miedo, decía. No es propio del verano. Pero resulta que también en verano sucede algo que te acerca la sensación de que el miedo no tiene estaciones fijas sino que sobrevive en el aire, como si el aire de ahora fuera el mismo que el que se colaba en las casas cuando los años de la dictadura. Hablo del miedo porque estos días los medios de comunicación se han hecho eco de una noticia: la estatua de Franco que estaba en la Academia Militar de Zaragoza ha sido trasladada a un museo. Hace años, en Valencia, la imagen del dictador fue retirada de la plaza que llevaba el nombre humillante del Caudillo y reubicada en las dependencias de Capitanía General o no sé dónde. En aquel momento, al lugar acudieron los fascistas y entre ellos había nombres importantes de la UCD. Era lo de siempre: la democracia no cerró la puerta a esos individuos sino que les permitió reciclarse en una nueva condición de falsos demócratas. Algunos de aquellos fascistas valencianos que intentaban impedir el levantamiento de la estatua de su líder ocupan hoy cargos importantes en el PP de Francisco Camps. Y lo mismo pasa en todas partes. La mayoría de ese partido sale de las cavernas fachas. En los pueblos, donde nos conocemos todos mejor que en las grandes ciudades, los del PP son los mismos franquistas de toda la vida. O sus hijos y nietos. Quienes se mueven por esos pueblos, me darán la razón. ¿Por qué hablo del miedo, ahora?: porque hace treinta y un años que murió el dictador y todavía quedan su nombre y el de muchos de los suyos en las calles, plazas y edificios institucionales de este país. Se ha esperado al verano para llevar a cabo una acción que debería de haber sido realizada sin timidez hace muchos años. Y sin embargo, otra vez el PP protesta por ese levantamiento. Y nadie dice por qué. Nadie. Todo son palabras a medias desde las filas del periodismo y la política democráticos. Palabras a medias. Todavía miedo, todavía una democracia miedosa. La razón de esa oposición es muy clara: protesta el PP, diciendo que eso es dividir a los españoles y reabrir viejas heridas, porque la mayoría de ese partido sigue admirando la etapa franquista y a su responsable principal. Mientras tanto, en la otra parte, el miedo del socialismo gobernante a que la derecha monte en cólera ha hecho que la Ley de la Memoria sea una ley absolutamente descafeinada. El miedo, hostia: ¿hasta cuándo el miedo a una derecha que nunca va a estar contenta con nada? El sello de la victoria sigue siendo su señal de identidad, la de esa derecha siempre convencida de que el poder le corresponde a ella por derecho divino y natural. Este país debería gozar ya desde hace muchos años de unas calles y plazas limpias de muchos nombres que son un insulto a la decencia democrática. Pero no hay manera. Las calles están llenas de símbolos franquistas y las estatuas de Franco se trasladan de sitio en verano o por las noches. Lo que tendría que haber hecho el gobierno, sin temor de ninguna clase, es arrancar a Franco y su caballo del territorio de la dignidad y dejarlo caer, simple y llanamente, en el de la vergüenza pública. Sin embargo, allí, en el patio de la Academia Militar de Zaragoza, sólo estaban las cámaras del ejército. Sólo esas cámaras. El miedo, joder, el miedo. ¿Hasta cuándo?