VERANO

 

La infancia y la adolescencia son esos sitios a los que siempre regresamos sin darnos cuenta de que están llenos de trampas. Un día los abandonamos y al cabo de los años queremos encontrarlos como si no hubieran cambiado nada. No sabemos que nada es como era, ni los sitios, ni nosotros, ni nada. No sabemos, no queremos saber, que nada dura siempre. Pero a veces lo intentamos, intentamos regresar a esos sitios de donde nos marchamos hace mucho tiempo. Las montañas y el río siguen allí, y las gentes. Pero no son lo mismo. Tienen sobre ellos la obscena pátina del tiempo transcurrido, la erosión que ha ido socavando sus cimientos y llenando de cicatrices el alma que creímos incorruptible. La nostalgia. La poesía excesiva, fraudulenta, que convierte la realidad del regreso en un espejismo deformado, de esos que salían en “La dama de Shanghai” y al final estallaban llevándose por delante a los protagonistas de la historia. El verano se acaba y atrás se quedan días y noches llenos de un paisaje irrepetible. La luz de los veranos. Los amigos que siempre anduvieron cerca. La música que tomó al abordaje los bailes hasta el amanecer del día siguiente. La motosierra indecente y a la vez paradójicamente complaciente del insomnio. Los libros, esos libros de todos los veranos. No los leemos todos, como apuntaba el otro día mi querido Fernando G. Delgado. Pero algunos sí. Y este año, además de a Jean Ray y su detective Harry Dickson,  he vuelto a “La luna y las hogueras”. Siempre leo a Cesare Pavese, siempre. Pero aquí, en esta novela extraordinaria, creo que inacabada y de ahí su punto de dimensión mágica, descubro lo que venía contándoles al principio de esta columna. Regresa el protagonista a su pueblo después de muchos años de ausencia. Recorre los lugares de la infancia, los restos que todavía quedan de su adolescencia: los campos y las casas; el amigo Nuto, que tocaba en una orquesta y enamoraba a las chicas en las verbenas del verano; el cauce irrenunciable del río Belbo, que era como la frontera que separaba la realidad y el incógnito horizonte de los sueños. Y en ese recorrido descubre que no hay regreso posible. Que nada es como era, aunque parezca que sí. Que se ha muerto demasiada gente y que los jóvenes que se comen el mundo no saben que pasados los años harán lo que él ha hecho y descubrirán lo que él ha descubierto en el retorno a su pueblo. “Los chicos, las mujeres, el mundo no han cambiado en absoluto. Ya nadie usa sombrillas, el domingo se va al cine en vez de a la fiesta, se lleva el trigo al pósito, las chicas fuman y, sin embargo, la vida es la misma y no saben que un día ellos mirarán a su alrededor y comprobarán que todo lo que fue suyo también ha desaparecido”. Las páginas de un libro desgarradoramente hermoso, esa trompeta que tocaba Nuto en los bailes del verano, esa trompeta que era una invitación a pasarlo bien, claro que sí, pero sobre todo, era una invitación a que si conseguían los jóvenes cambiar el pueblo, seguro que también iban a conseguir cambiar ese mundo hostil, ajeno, que los expulsaba de sus calles, de sus primeros amores, de sus casas. El verano se irá pronto. Y el próximo volverá con su luz tan igual y a la vez tan diferente. Como nosotros. Como los sitios que vieron pasar la infancia y la adolescencia como si fueran las dos un tiempo que no se acaba nunca. Cuídense de la nostalgia en todos los regresos. Y si quieren una buena medicina, lean enseguida “La luna y las hogueras”. Buena medicina contra el autoengaño de la mala poesía que habla del pasado. Y tan buena.