Francisco González Ledesma

 

UN CIGARRO HABANO Y UNA PAJA

 

Fue Dashiell Hammett quien llenó de mierda los callejones de las novelas policíacas. Antes esos callejones se mantenían limpios y las casas del crimen se llenaban con cortinajes de lujo y tiestos chinos a lo Agatha Christie. Todo eso lo decía Raymond Chandler desde esa lucidez borracha que atormentaba sus historias. Punto y aparte en la narrativa del género era Simenon. El olor a cebolla de las comidas caseras, la lentitud de sus paseos por los entresijos oscuros del París aquel de putas y cafetuchos abiertos a deshoras: Maigret era otra cosa y con los tres detectives hizo uno Francisco González Ledesma. Tres detectives en uno, como aquel lío de la Biblia o el spray mágico que afloja los tornillos más resistentes. El color de las novelas negras es anaranjado, como las horas tristes del crepúsculo. El paisaje deviene el protagonista moral de la historia. Y más aún en los relatos magistrales de un autor que ha escrito casi más novelas que nadie (o más novelas que nadie). Fue Silver Kane cuando escribía novelas de quiosco. Aún es Silver Kane porque el escritor grande es sólo de una pieza escriba lo que escriba. El policía de González Ledesma se llama Méndez y en alguna de las novelas que protagoniza no sale que se llama Ricardo, o eso me parece. Pero no importa el nombre porque hasta eso ha perdido el inspector, como antes extravió en alguna parte la confianza en el género humano. La mirada de Méndez es despiadada con los poderosos, melancólica, tierna cuando toca con quienes no tienen donde caerse muertos. Lo principal de esa mirada es cómo se clava en los rincones y las calles tristes de Barcelona. En los barrios pobres, la única poesía es la lluvia , escribe en Una novela de barrio , su última novela, la que ganó hace unos meses el Premio Internacional de Novela Negra convocado por la editorial RBA. Como decía Borges de la lluvia, las historias donde vive Méndez vienen del pasado. Y desde ahí se vuelcan, llenas de cansancio, sobre el mapa desbaratado de la ciudad que se ha ido quedando en el camino de los sueños. No hay sueños que valga en tiempos devastados por la maquinaria capitalista que mueve las reglas del progreso: En este mundo donde todo es mecánico sólo dos cosas se hacen aún rigurosamente a mano: un cigarro habano y una paja . Se lo dice a Méndez el dueño del bar La Anticipada , al tiempo que le ofrece un buen cigarro para acompañar el coñac habitual del policía. No hay sueños en ninguna parte porque lo que hay es mucho hijoputa suelto dispuesto a cargárselos. Pero mientras haya novelas como ésta, uno sabe que en los callejones llenos de mierda encontrará a la gente que le reconcilie con la vida y con las novelas que la cuentan.

 

 

JUNTOS HACIA LA SOLEDAD DE LA NOCHE

 

En algún lugar empezaron nuestros sueños ya abandonados.

e. e. cummings

 

Hay veranos sometidos a la tiranía incesante de los viajes. Otros, sin embargo, devienen esa vocación sabática de tumbarte a la bartola, de agarrarte a la colgadura de un libro como si fuera la liana de Tarzán, a la nostalgia de aquella canción que una tarde de domingo se quedó encallada para siempre entre las angustias de un corazón adolescente y los bamboleos caribeños de una orquesta que para nada era la mejor del mundo. O simplemente no agarrarte a nada, porque también hay que acabar a veces con esa versión compasiva que exigimos conjuntamente al paso del tiempo y a nuestras propias, a ratos tan torpes, estrategias de supervivencia. Este verano hubo un sólo libro, uno solo. Este verano no hubo orquesta mediocre en el recuerdo, si acaso los insustituibles discos de los amigos, las canciones que crecieron al abrigo de tanto tiempo compartido, el anuncio esperado y feliz de que alguno de ellos pronto sacará a la calle sus historias últimas contadas desde la voz rota de una vida apasionantemente irrenunciable. Hubo un libro, un sólo libro, ya les digo. Se titula "Cinco mujeres y media" y lo ha escrito Francisco González Ledesma.

Lo llevaba de acá para allá en Gestalgar, de la casa al río, del río a la meseta impresionante de Marjana y a las ruinas inexplicables de la Andenia. De acá para allá el único libro en el que ha sido el único viaje de este verano sabático (aparte del republicano a Flix, en Tarragona, que ya les contaba en una de estas crónicas). Justas trescientas noventa páginas, el límite de lo que le permito a un libro que no sea de hace un siglo o lo haya escrito un amigo del alma. Su autor no es un amigo próximo pero tiene el pulso recio de cuando las novelas se escribían con la tinta china del dolor, de cuando no había posibilidad de apretar el botón borrador y cepillarte de un solo tajo unas cuantas tonterías o la novela entera. Mi admiración por el escritor catalán viene de lejos, de cuando sin saber que se trataba de la misma persona, devoraba las novelitas del Oeste que escribía Silver Kane. Ya conté en otro sitio cómo le conocí. Una tarde de hace un par de años presentaba yo en Barcelona una novela de Raúl Argemí, escritor argentino de estupendas novelas policíacas. En esa presentación, para contar mi respeto por los mal llamados subgéneros, dije que siempre había admirado a Francisco González Ledesma por sus novelas policíacas pero que la admiración fue mayor desde el momento en que supe que ese escritor descomunal también se llamaba a ratos Silver Kane. Cuando acabó el acto, se acercó un hombre entrañable, de pelo cano y una afabilidad inmensa, y dándome la mano me dijo simplemente: "gracias por lo que has dicho, soy Francisco González Ledesma". No le he vuelto a ver pero no he dejado de comerme crudas sus historias, sus viejas historias del Oeste y las otras: como ésta extraordinaria que les estoy contando esta semana. Bueno, no se la estoy contando, sólo les estoy anunciando que existe y que deberían saltarle a la yugular enseguida. Como en las grandes obras del género, va más allá de los tópicos que las han caracterizado en demasiadas ocasiones. Aquí encontramos hombres y mujeres que se pasan la vida sufriendo las embestidas del tiempo, la humedad de los tugurios donde reina la desesperación ("y por eso vamos a salir juntos hacia la soledad de la noche, voy a darte todas las oportunidades del mundo, voy a confiarme a ti, voy a dejar que la muerte, como a todos, me haga mejor de lo que me ha hecho la vida"), la necesidad de agarrarte a lo que sea para que nadie te acuchille mientras andas tumbado a la bartola como en un verano que pudo ser inútil si no hubiera sido por novelas como la que protagoniza el inspector Méndez, uno de esos policías que "aún creen que la raíz de los crímenes se encuentra en el fondo de una voz humana".

La vida. Las novelas. Las canciones de los amigos. Un verano sabático porque ya era hora de asegurarte un verano sin viajes, o con el único viaje a ese minúsculo, irremplazable universo que son la Serranía y Gestalgar, mi pequeño pueblo del monte. La ciudad está a la vuelta de la esquina. Una derrota más esta Valencia que te acuchilla sin piedad por la cara y por la espalda. Mejor no sufrir todavía ese regreso. Mejor seguir con los ojos extraviados y felices por las novelas hermosas y los sueños de siempre. Mejor eso que el regreso a la impiedad y al desasosiego. Mejor.