EL CORRECTOR
Ricardo Menéndez salmón
Ed. Seix barral 2009

 

Mentimos por orgullo, por vanagloria, por ociosidad. Eso decía, más o menos, Stepán Trofímovich en Los demonios. Desde hace varias novelas, el escritor asturiano Ricardo Menéndez Salmón anda metido de lleno en desbrozar la maraña del mal en la literatura y en la vida. Y en poner, al paso de la crueldad que encuentra en su camino, algunas de las reflexiones más lúcidas que uno descubre en la narrativa española de ahora mismo. No resultan complacientes esas novelas. Antes fueron La ofensa y Derrumbe. Ahora se trata de El corrector. El 11 de marzo de 2004 los trenes de Madrid y sus alrededores dejaron en las vías un garabato obsceno de hierros retorcidos y en la conciencia de la gente la constatación más evidente de que el mal está ahí mismo, justo donde en buena lógica debería existir esa tarjeta postal con la bondadosa imagen de la felicidad pintada en una superficie de estridentes colorines. El personaje protagonista de esta magnífica novela corrige las últimas pruebas de la obra de Dostoievski. Y evoca tiempo después aquel día aciago en que el horror alcanzaba, de una parte, las dimensiones más incalculables y, de otra, explotaba en nuestras narices a través de la pantalla de un televisor en la forma más burda y cínica de la mentira. Y es ahí, en ese cruce de caminos expoliados a la razón donde surgen las preguntas. Quiénes somos entonces, quiénes fuimos hasta ahora, qué seremos si nos mantenemos quietos, con la excusa del estupor, cuando las vías recuperen la férrea, horizontal, geometría de la normalidad. Las preguntas que se hacía Thomas Bernhard y que se contestaba de manera sencilla: eso nos lo dicen los otros. Somos los otros, pues, en un ejercicio de exportación rimbaudiana que nada justifica y aún menos ningún intento de escurrir el bulto ante la explosión de la mentira. Y cómo hacerlo, cómo reaccionar y tomar partido si “nuestra vida, toda ella, desde que amanece hasta la hora del lobo, es una gran mentira, una sombra, un intenso simulacro”. Una respuesta perfecta, la de Maurice Blanchot: “Si he escrito novelas, las novelas surgieron cuando las palabras empezaban a retroceder ante la verdad”. Y más acá, en las páginas duras, llenas de una complejidad a ratos excitante, de su última novela, la de Menéndez Salmóm, tan parecida y lo mismo de exigente con el oficio de escribir: “Para habitar esa mentira, para reconciliarnos con esa sombra y ese intenso simulacro, para conciliar todo lo que sabemos con todo lo que podemos soportar saber, es para lo que existen cosas como la literatura”. Cosas como la literatura excelente de este escritor parecido a pocos en la maraña de la narrativa contemporánea española atada de pies y manos a las exigencias del mercado.