EL FORRO DE LA ESCRITURA

 

Dicen que no regresamos nunca a los sitios de antes. Y que también la huida es imposible. Menudo lío. Sin embargo, digan lo que digan y sin ponernos más tontos de la cuenta, la vida es una permanente, inmisericorde colección de huidas y regresos. A veces escribimos libros para completar esa colección. A veces esos libros son una auténtica majadería perfumada de nostalgia. Pero a veces no: las huidas y los regresos tienen entonces el olor de la olla que partió en dos el estallido de un obús y en alguna leyenda también habrá un caballo cortado en dos mitades, como la gente por culpa de una guerra infame, como el país entero, ese país que todavía hoy anda con la vocinglera voz del resentimiento partiendo en dos las calles y la conciencia de quienes la transitan con el estupor parado en los semáforos. La olla de la abuela nos devuelve el sabor del tiempo antiguo y en ese regreso a la casa de sus antepasados desbroza Manuel Vicent seguramente el libro que más me ha conmovido de todos los suyos. Desde el trapecio de un pasado vivido en la inocencia salta el escritor a la charca de una edad que nos enseña la semiótica cruel del sufrimiento, a cruzar esa línea de sombra donde se rompen en dos los años jóvenes, a soñar que el amor subido en la jardinera de un tranvía puede volver cuando menos te lo esperas, aunque ya no haya tranvías y a lo mejor lo que viste en aquella jardinera era una nube con la pinta de una chica que se llamaba Marisa más o menos. Es Verás el cielo abierto (Alfaguara) un libro excepcional. No resulta fácil escribir lo mismo que ya estaba en otros libros suyos y descubrir que todo es nuevo, que la literatura es precisamente eso: girarle el forro a la escritura, buscar palabras diferentes, pero sobre todo -y ahí el gran desafío- conservar el alma de lo que se cuenta. Se adentra Manuel Vicent en un laberinto donde el minotauro embiste desde lo oscuro y nos hace pedazos. ¿Y cómo reconstruir después esos pedazos? Lo contestaba John Donne con un verso implacable: es imposible. Sin embargo, en las páginas hermosas, crueles a ratos, de este libro, hay esa reconstrucción, la seguridad de que aunque con más edad encima habrá fuera y dentro del espejo materia orgánica suficiente para levantar de nuevo el cuerpo entero de la memoria. En la escritura es mejor que las cosas no sucedan -como nunca sucede la visita de Pío Baroja a la casa de los Ranch-, es mejor porque, como le dice Manuel a Amparito Ranch ya de mayor, “los sueños son los que perduran en nuestra memoria y nos hacen vivir”. Pero lo auténtico mejor es que lean ustedes las páginas que les acabo de contar. En la huida o en el regreso a cualquier sitio. Pero léanlas.