ELOGIO DE LO MÍNIMO

 

Quimera nº 275. Octubre de 2006

 

Los novelones. Alguien se sienta delante del ordenador y perfila la primera de las ochocientas páginas de una novela. Ochocientas. O quinientas. Algo así. No importa. Se sienta delante del ordenador para lanzarse al gran proyecto de su vida literaria. Hay ese tópico: uno alcanza su plenitud cuando es capaz de facturar al editor un tocho de esa envergadura. Como si la plenitud de un escritor funcionara a peso, igual que las alcachofas en el mercado de los jueves, o como decía Roland Barthes mientras hablaba, cuando lo escuchábamos, sobre la ética de la escritura (¿qué fue de él, alguien lo sabe?: que se murió también lo sé yo). Un tópico. Entre los muchos que la literatura se traga y luego los devuelve y ensucia donde cae el vómito como si fuera una vaca. El escritor. La vaca. Los tópicos. Escribir. El oficio de escribir. Ni gorda ni flaca, la novela. Escribir. Clavarte el cuchillo carnicero en las tripas y dejarlas así, al aire, para que se pudran definitivamente entre nubes de humo, toses de pulmones absentistas o recuerdos de lo que nunca pasó en ninguna parte. Pero no. Lo que importa es escribir páginas y páginas para demostrar que no hay distancia que se te resista. Correr un maratón en vez de apuntarte al trecho que aparentemente se recorre en un suspiro. No sé cómo puede haber novelas de quinientas páginas. Si ya están “Guerra y paz” y “La cartuja de Parma”. O los folletines aventureros de Alejandro Dumas. Y claro: el Quijote y el Tirant. Pero sigue habiendo novelas gordas escritas al día de la fecha. Yo leo algunas. Sólo las de los amigos. Ninguna más. La única distancia a vencer en la escritura es no retorcerte sobre lo inútil. Desnudar sin miramientos el cuerpo del delito. Estrujarlo para que la belleza no sea una belleza de anuncio en las estaciones del metro. Para que la belleza sea una belleza que dé miedo, nada complaciente, que no sea refugio de la imbecilidad sino intemperie. Cuanto más desnudas, las novelas, mejor. Menos trajín con lo que sobra. Al cabo, se trata de lo que decía Onetti alguna vez: “mire usted, es que yo no sé escribir mal”. Dijo eso Onetti y salió Los adioses. Apenas cien páginas con una letra que hasta él, con sus gafas culo de vaso, hubiera leído perfectamente. Digo hubiera leído porque nunca volvía a nada de lo suyo. Lo hecho, hecho está. Y punto. Cien páginas de sabiduría irrepetible, de enseñarnos como nadie lo que es el punto de vista (bueno, quizá Faulkner, de quien tanto aprendió el uruguayo descreído), de sumergirnos en ese suspense que no sé por qué adquiere poco a poco la luz anaranjada del crepúsculo. Escribir bien. Eso es. Escribir bien no es lo mismo que poner el libro en una romana y comprobar su peso. Qué pesa más: tres quilos de arroz o tres quilos de novela. No sé cuánto pesan La metamorfosis, El embrujo de Shanghai o Pedro Páramo. Sé que es difícil superar -en otro registro, eso sí- Una rosa para Emily, Carta a una señorita en París, Funes el memorioso o esas pequeñas maravillas que son Bar de anarquistas, de mi querido José María Conget, y María, de mi también irrenunciable Manuel Talens. Todo esto viene a cuento porque acabo de hablar con los presos de la cárcel de Picassent sobre la escritura breve, para que no se liaran demasiado cuando escribieran las cartas a su gente. Para que supieran que escribir no es extender delante de los ojos una báscula y empezar a cargarla insensatamente de palabras. Y les conté El dinosaurio. Apenas media línea para contar una historia. Seguramente la más larga jamás contada. La más intensa. La que más versiones disfruta o padece: porque nadie, absolutamente nadie, la cuenta dos veces de la misma manera. Nadie. Nunca.