AQUELLA DIGNIDAD DE RESISTENTES...

 

Lo soñaré, lo soñaré -gritaba espantado- . Y, entonces, ¿quién me salvará?

Max Aub

“La llamada”

La República existió. De verdad que existió en este país una República. Dos Repúblicas incluso. Y hay quien suspira ya por la Tercera. Lo que pasa es que el tiempo juega muchas veces como aquellas viejas gomas Milan que usábamos en la escuela para borrarlo todo, las manchas de lápiz y las de tinta, hasta las que se extendían por los pantalones de tela tiesa como un palo cuando se te derramaba encima el tintero del pupitre y lo que hacías era ensanchar más la mancha negra conforme restregabas sobre ella la Milan. Eso pasa. El tiempo de la dictadura franquista pasó dejando horrores en sus huellas y después, cuando se murió el dictador, acabamos con las existencias de las gomas de borrar en las tiendas ideológicas de la transición política. Y la mancha a tres colores de la República se volvió invisible, dejó de existir, fue eliminada del mapa político que dibuja la Historia y, lo que es peor, de la sentimentalidad que tantas veces sirve de alimento a la conciencia. Nos quedamos sin República. Sin memoria. Sin pasado. Sin verdad.

Pero el tiempo también es cabezón a ratos. Y va y viene. Y algunas veces llega y no se va enseguida. Nos hace compañía unos minutos. Nos chiva al oído historias del pasado, nos revela secretos escondidos en los pliegues del silencio, nos dice medio a escondidas que no sólo la II República , aquella de 1931, está volviendo a la vida sino que todavía viven -y con bastantes fuerzas- los hombres y las mujeres que la hicieron posible y que cuando hubieron de enfrentarse al fascismo para defenderla se dejaron en el embate sus años más jóvenes, más irrenunciables. Siguen vivos esos hombres y mujeres y sorprende su vitalidad, la claridad de sus ideas, esa mirada que ya es antigua pero que de pronto le gana a la tuya en nitidez, como si un milagro hubiera restado dioptrías al cansancio que les viene de tan lejos. El milagro no es otro que el de la espera y la paciencia, el de la obstinada esperanza en que un día u otro habría de llegarles el reconocimiento por haber hecho lo que hicieron: luchar en el frente de batalla, en el monte luego, en la clandestinidad de los pueblos y ciudades, en ese territorio que nos parte en dos mitades por culpa del exilio: Ellos, los vencedores / caínes sempiternos, de todo me arrancaron./ Me dejan el destierro , escribía Luis Cernuda (1). Y cómo no, esperar. También eso forma parte del milagro laico que acabó llegándoles, tarde a lo mejor, pero acabó llegándoles para despertarlos del insomnio larguísimo de la dictadura. Y ahora somos muchos quienes andamos con ellos en ese itinerario común de la recuperación de su memoria, de la dignidad republicana, del tiempo en que la libertad pudo ser posible si el golpe de Estado de julio de 1936 no hubiera interrumpido la legitimidad democrática que sustentaba la victoria del Frente Popular en las elecciones de febrero. Claro que eso es pasado. Pero el pasado revive cuando lo incrustamos en las entrañas más profundas del presente. Y en eso estamos. Y de eso hablo en este texto. De ahora mismo. Lo que pasa es que para hablar de ahora mismo hay que empezar por contar que en la Tierra hubo una vez dinosaurios, gente con cabeza de mono, guerras con máquinas que lanzaban piedras contra el enemigo en las contiendas bélicas y calderas de aceite derramadas sobre los invasores del castillo, revoluciones que cambiaron el destino del planeta, esfinges de dictadores en las monedas que acuñaban el origen divino del poder que detentaban, repúblicas que intentaban cambiar esas esfinges por otras que supusieran el único culto a la libertad, a la igualdad, a la fraternidad. La entusiasta crueldad de la dictadura franquista borró ese culto y dejó en su lugar los valores impresentables del exterminio revanchista: cuantas más muertes mejor, cuanto más silencio mejor, cuanto más miedo mejor. Cuanto menos República mejor.

Mucha gente pensaba que la transición democrática cambiaría ese panorama de silencios obligados. No cambió nada. Antes al contrario: se afianzó la necesidad de olvidar para que el monstruo no se rebotara desde su tumba de mármol. La reconciliación exigía un calendario que postergaría hasta el infinito la llegada de esa Memoria que graba y procesa los hechos hasta el territorio roturado, temblorosamente a ratos, por la Historia. La experiencia individual -casi siempre desde la imposibilidad manifiesta de transferir las secuelas del daño- no conseguía dar el paso decisivo a una colectivización del dolor que pudiera dar acceso a la secuencia siguiente: alcanzar el grado jerárquico que supone reconocerse en los compañeros de infortunio. Uno igual a muchos. Eso es lo que pudo haber sido. Eso es lo que no fue. El monstruo se había reencarnado en los fantasmas de quienes le sobrevivían en su mismo bando. El tiempo republicano, de la izquierda, tenía que esperar. No convenía apretar las tuercas al pasado, a ningún pasado: al de la dignidad y al del miedo. Tampoco al de la vergüenza. Porque no sólo, como demasiadas veces se cita en los argumentos para el olvido, se trataba del miedo. También de la vergüenza. Las casas se cerraban a cal y canto a las embestidas del pasado y la parafernalia del franquismo se enquistó en el hueco que dejaban al olor de la lumbre los valores de antes. A nadie le gusta trabarse a todas horas con la cobardía, con el deshonor que sigue a todas las derrotas. Y esa era la cantinela que atronaba los oídos de los vencidos. Se mezclaron entonces unos con otros, víctimas y verdugos, porque no hay manera humana de sobrevivir al exterminio si no es, aunque no siempre pero muchas veces, asumiendo, con la cabeza humillada y el silencio abarrotando la palabra antigua, los adjetivos rimbombantes sellados por la gramática infame de los vencedores. Incluso más allá del miedo y la vergüenza, ahí tenemos otra condición inhumana que corroe a los supervivientes del horror: hablo de la culpa, de esa culpa que enfrentó a quienes habían salido con vida (qué vida, ya sería cosa de hablarlo en otro sitio) del Holocausto y que, de otra manera quizá, se agarró con fuerza a la conciencia de quienes desde aquel primero de abril de 1939 tuvieron que cargar con una identidad trucada, tan falsa como la paz que, según los libretos del "régimen", se solazaba en las praderas felices de los nuevos tiempos: rojos, masones, comunistas, sustantivar la identidad de la derrota para hacerla culpable de lo sucedido, de los muertos de uno y otro bando, de las ciudades destruidas, de la impiedad mostrada sobradamente por la justicia inmisericorde de los tribunales franquistas en los sumarísimos consejos de guerra que se celebraban como un acto más de la cotidianeidad del momento.

Poco a poco, pues, los sonidos de la victoria se asentaron en la memoria de un país que se volvía sordo al reclamo maltrecho del recuerdo. Nada de recuerdos. Nada de pasado que pudiera incordiar la tranquilidad tantas veces obscena del presente. Sólo eso contaba: atornillar el presente para que el futuro, según las derechas y las izquierdas firmantes de la transición, no se fuera por los desagües del enfrentamiento. Se pactó la tranquilidad. Pero esa tranquilidad tampoco existió. Muchos muertos: Atocha, Montejurra, Vitoria, las calles de muchas ciudades llenas de manifestantes gritando los nombres de esos muertos. Apenas cabrían en este texto si habláramos de ellos. Cómo se puede olvidar tanto en tan poco tiempo. Lo que sucedió, sucedió y punto, dicen algunos. Lo que sucedió, sucedió y si lo recordamos a lo mejor ya no vuelve a suceder nunca, digo yo. Luego, con los sucesivos gobiernos socialistas, la cosa no mejoró nada. O muy poco. Era como si la memoria fuera una losa insoportable, como si recordar causara un daño inaguantable a las conciencias y a la salud democrática. La guerra, la posguerra, la dictadura larguísima: nada había existido. El punto cero de la historia. El borrón y cuenta nueva. Como si fuera posible empezar desde el olvido, como si no hubiera existido la mancha de tres colores en el babero escolar de los años treinta del pasado siglo. Goma Milan a toda mecha. Pero la memoria es cabezona, no se rinde con facilidad, va y viene y a veces se queda un rato largo. Y nos cuenta. Y resucita nombres de muertos y sobre todo los nombres de quienes todavía viven. Sobre todo esos. Yo los conozco a casi todos. De aquí, del extranjero. Viven. Están contentos, a medias pero contentos. No como antes, como hace apenas cuatro o cinco años, cuando vivían enclaustrados en el luto de un recuerdo incógnito, cuando eran invisibles. Cuando la República , su República, no contaba en los inventarios de la memoria más contemporánea. Están contentos. Lo sé porque los veo a menudo, porque me los encuentro a menudo en las celebraciones que les rinden homenaje. El 25 de junio de 2004, en Rivas-Vaciamadrid. En Benetússer, un pueblo valenciano de l'Horta Sud, la misma convocatoria el 16 de abril de un año después. Miles y miles de personas gritando sus nombres, haciendo volar las banderas tricolores, asistiendo a la entrada de la Memoria en el calendario de la Historia.

En Rivas-Vaciamadrid fue posible "Recuperando Memoria-Homenaje a los republicanos" por el esfuerzo del propio ayuntamiento de la localidad gobernado por Izquierda Unida y el PSOE, de la ARMH , de la Fundación Contamíname y las ganas y amistades que puso en marcha el magnífico cantante y mejor persona Pedro Guerra. Las amistades: gente de la música, del cine, de la literatura, del teatro. Los testigos: más de doscientos hombres y mujeres que llegaron de toda España a recibir nuestro reconocimiento. En la hierba: veinticinco mil personas de todas las edades alucinadas por el éxito de la convocatoria. Y aún otro detalle: los cientos de personas dedicadas en cuerpo y alma a ayudar a los más mayores. En el abril último se repetía el acontecimiento en Benetússer, igualmente gobernado por los socialistas valencianos. Aquí una pregunta: ¿por qué tantos años después de la catástrofe es impensable que el PP asuma la organización de estos actos en aquellos ayuntamientos donde gobierna? De Rivas-Vaciamadrid salió un cierto compromiso entre quienes participamos en aquel acontecimiento: intentar desplegar la conciencia republicana en eventos como el que allí se celebraba. Y en ese pueblo entrañable de l'Horta acogieron idéntica propuesta. Se lanzaron al reto de repetir el espectacular recuento histórico madrileño. Y se consiguió con creces salir bien parados del atrevimiento. Unos seis mil espectadores, cientos de mayores acudieron a recibir el segundo gran homenaje que se celebraba en todo el país a los hombres y mujeres de la República. Sé que ha habido muchos más, claro que lo sé. Asistí a muchos de ellos y todos, absolutamente todos, estuvieron asistidos por el éxito. Pero aquí hablamos de miles y miles de personas que acudían a decirles a esos hombres y mujeres que los seguimos recordando, que ya no forman parte de las sombras fantasmales del olvido. Desde el escenario, Almudena Grandes y yo mismo leíamos, como pórtico a lo que luego allí iba a desarrollarse y con una emoción irrepetible, las palabras de agradecimiento: Es éste un homenaje que empieza, que ha de empezar, pidiéndoos perdón por tantos años de olvido, por no haber sabido antes que un pueblo sin memoria es un pueblo que no existe, por haber dejado que os pasaran tantos años por encima sin que os convocásemos para rendiros el homenaje que a todos nos hacía tanta falta: a vosotros, para deciros en voz alta que admiramos vuestra dignidad de resistentes; a nosotros, porque necesitamos como el agua reconocernos en esa dignidad vuestra de entonces y de siempre . Y a partir de ahí, toda la trouppe que desinteresadamente quiso participar en el homenaje. Tantos nombres que se sumaron al reconocimiento de la edad devastada, venidos esos nombres de todas partes, algunos de ellos, como Ismael Serrano, Ruper Ordorika, Pedro Guerra, Cristina Plazas, Sergi Calleja, Antonio Gómez Rufo, Jordi Dauder, Toni Misó y Luisa Martínez, ausentes porque andaban en otros sitios, lejos, pero enganchados a nosotros ese memorable día valenciano con sabor republicano. Es de recibo constatarlos aquí, para que también en los papeles que recuperan las raíces de Max Aub entre las cenizas de la desmemoria queden reflejados desde el agradecimiento en esta crónica. Pusieron la música Al Tall, Carles Enguix, Emilio Solo, Emma Get Wild, El Cau del Llop, Eva Dénia, Feliu Ventura, Joan Amèric, José Antonio Labordeta, Julio Bustamante, Loquillo, Lourdes Guerra, Luis Eduardo Aute, Lluís Miquel, Luis Pastor, Miquel Gil, Obrint Pas, Òscar Briz, Paco Muñoz, Rafa Xambó, Raimon, Remigi Palmero y Urbàlia Rurana. La palabra anduvo en la cuenta de Almudena Grandes y yo mismo como antes les contaba, Azucena Rodríguez, Benjamín Prado, Carles Alberola, Enrique Falcón, Gonzalo Anaya, Isabel-Clara Simó, Jaume Pérez Muntaner, José Luis Sampedro, Luis García Montero, Manuel Vicent, Marc Granell, Pilar Bardem, Pedro Rosado, Rosana Pastor, Sigfrid Monleón, Susana Fortes, Susana Koska, Susana Rodrigo, Toni Aparisi y Toni Cucarella.

Cierto, pues, que existió en este país una República. Dos Repúblicas incluso. Y hay quien suspira ya por la Tercera. Los acontecimientos de Rivas-Vaciamadrid y Benetússer bien que lo aseguran y apuntan certeramente a próximas convocatorias que reconozcan su memoria y, cómo no, la necesaria posibilidad de su regreso. Que yo sepa, andan en marcha las de Valencia y Barcelona. Y seguramente las de muchos otros sitios. Como haciendo suyos, tanta gente, aquellos versos de Gabriel Celaya (2): Seguimos trabajando,/ cavando en el silencio,/ hay algo que conmueve...

ALFONS CERVERA

 

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(1) Un español habla de su tierra.

Romancero de la résistance espagnole. Maspero. París 1970. pp.34-36

(2) Carta a Andrés Basterra

Romancero de la résistance espagnole. Maspero. París 1970. pp. 66-74