ESE MISTERIO DESPIADADO

 

 

Quimera nº 276. Noviembre de 2006

 

Los dos libros son casi gemelos. Una antología de relatos cuyo protagonista es el fútbol. Regalo del encargado de una librería: le habían dicho que fui futbolista y pensó que me haría ilusión tenerlos. Duermen desde aquel mismo instante en el rincón más oscuro de la biblioteca. Junto a lo que no me interesa. No por los nombres que allí aparecen. No por todos los nombres, muchos de ellos amigos de hace años. Por un nombre. Que me repugna. Literatura vieja detrás de un dandismo anacrónico, reaccionario. El fútbol, la literatura, la vida. A ratos viven juntos. A mí me pasó. Hace cinco o seis años nos encargaron desde la UIMP valenciana un curso sobre fútbol. A mí y a mi querido Javier Sádaba. No dudé ni un  segundo. Me puse en contacto con Enric Gensana, jugador del Barça en los años sesenta. Yo futbolista adolescente, colgado de su juego, de sus poses en las fotografías del equipo, de su andar tieso por los céspedes de medio mundo. Mi ídolo. Como el de otros podría ser Balzac si había libros en sus casas o Bob Dylan si sabían inglés. El mío se llamaba Gensana (lo de Enric lo supe más tarde, cuando se murió el alacrán y empezaron a normalizarse algunas cosas) y era futbolista. Como yo. La primera vez que vi a un tipo con abrigo y sombrero fue cuando ese tipo se me acercó para decirme si quería que fuera mi representante, en el caso de que quisiera dedicarme profesionalmente a darle patadas a un balón. Dije que no. Vuelvo a que llamé a Gensana. Me contestó con una voz entrecortada. Estaba mal de las piernas, dijo. Ni siquiera iba a las invitaciones del club para que no lo vieran en esas condiciones. Yo le insistía: tiene que venir, como sea pero tiene que venir. Que lo avisara -asintió- y según se encontrara ya veríamos. No le llamé. Se canceló el curso porque cambiaron al director de la UIMP y no me atreví a molestarle más, a resultar quizá inmisericorde con su tristeza. Los dos libros siguen ahí. Ya empiezan a oler: cómo no van a oler con ese nombre falsamente tempestuoso en el índice. Pasaron cuatro o cinco años. El tiempo. Ese misterio despiadado, como las novelas de William Faulkner y el temple no humano de Zidane antes de pegarle el cabezazo a Materazzi. Un día del año pasado estaba en Barcelona. Una conferencia sobre no sé qué. Desde hace tiempo los escritores nos hemos convertido en todo menos en escritores. En fin. Estaba en Barcelona, quería ir de museos con Shopie Ricard (preparaba en Francia una tesis sobre mi novela “El color del crepúsculo” y daba clases de francés en un colegio). Cogimos la guía y se cruzó por allí el museo del Barça. Pero ese día estaba cerrado. Entonces me vino a la cabeza el curso truncado de la Menéndez Pelayo y le conté la historia a Sophie. Por qué no le llamas. Llamé. Le dije quién era. Recordaba nuestra conversación de años atrás. Ya no se percibía en él aquella tristeza, aquella voz rota por el dolor que es más rota cuando el dolor se nutre sólo de un sentido de la humillación que lo agranda hasta hacerse insoportable. La próxima semana he de regresar a Barcelona, le dije. Llámame, y comemos, y hablamos de tantas cosas. Se retrasó el viaje a Barcelona. No mucho. Pero Enric Gensana se murió entre medias. Nunca hablamos de tantas cosas ni de nada. La muerte es así de cabrona. Dos libros gemelos que hablan de fútbol. Están ahí, con su olor a cosmética de dandy desteñido que no consiguen aliviar los otros nombres tan amigos. Me quedo con el de Enric Gensana. Escribir también es a veces no escribir. Guardar las historias en algún sitio. No sé cuál. En esta página que hoy es más memoria y recuerdo que escritura. Quizá aquí. Quizá.