EL PIANISTA

de Manuel Vázquez Montalbán

 

Este texto, dedicado a “El pianista”, se presentó originariamente en la Universidad Internacional de Andalucía (sede de Sevilla) en septiembre de 2004, en un seminario titulado "Manuel Vázquez Montalbán, un talento renacentista”, coordinado por Rosa Regás. Posteriormente, ha sido publicado en la revista "PASAJES de pensamiento contemporáneo", editada por Publicaciones de la Universitat de València (PUV) en su número 20 (primavera de 2006), coordinado por el historiador y profesor de esa Universidad, Justo Serna.

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Ya sé que puede resultar, y seguramente resultará, finalmente, una exageración decir que El pianista es la mejor novela de Manuel Vázquez Montalbán. Escarbar en las páginas de un libro, asumir y emprender sus contraseñas, añadir a esas contraseñas las que como lector sumas o corriges a las originales puestas allí por el autor y convertirlo todo en estrategia de lectura, urdir todo eso antes de iniciar la lectura de una historia te obliga, ya de paso, a ir calibrando los elementos literarios que la habrán de convertir a tus ojos en una obra de dimensiones colosales, en algo más o menos irregular pero potable o en una verdadera mierda. En el prólogo a una versión barata y antigua que conservo de El astillero , de Juan Carlos Onetti, escribía José Donoso con el telón de fondo de un importantísimo premio literario al que se presentaba el escritor uruguayo, un galardón que habría de recibir otro colega hoy medio olvidado, decía Donoso: "Si se plantea la calidad en relación a otras cosas, caemos en el peligro de hacer historia literaria, que, aunque válida, es una disciplina, y nada tiene que ver con la inocencia con que el lector debe recibir una obra maestra". La inocencia del lector, pues: deliberadamente puesta aquí, a la entrada de este texto, para explicar, si más no, levemente, lo que aseguraba hace un instante: que El pianista es la mejor novela de Vázquez Montalbán. Y para seguir con argumentos prestados continúo echando mano de Donoso en el prólogo anunciado. Y aquí, una digresión que viene a cuento: los prólogos, regularmente, son inútiles: pero hay escritores que ofrecen un lujo añadido a sus textos: Onetti es un buen ejemplo de eso y Donoso acaso uno de los mejores que le sirven de explicación y apoyo. Escribía el autor de El obsceno pájaro de la noche : "Creo que El astillero es grande porque su mundo abierto pero sofocante nos convence de la existencia de su tiempo y sus fluctuaciones, porque la forma magistralmente ensamblada de los distintos planos ilumina fondos y más fondos dentro de la novela misma, que surge, finalmente, como causa y efecto, como principio y fin de sí misma, y nos alumbra la inteligencia y nos aguza la emoción al no darnos soluciones, sino proponernos una encadenación de preguntas. ¿Quién las contestará? Nadie, es evidente. Ni Onetti. Quizás veremos a Larsen, a Angélica Inés, a Petrus en otras novelas, situadas en el pasado o en un falso porvenir y encontraremos en ellas la clave. Pero la clave no importa: serviría sólo para abrir y salir al exterior de la novela. Y no queremos que eso suceda".

 

No ha sido inocente la decisión de abrir El pianista con las palabras de José Donoso sobre El astillero . No sé por qué, nunca lo supe, ni cuando estaba preparando hace unos días esta exposición, siempre mantuve cerca esas dos novelas. A lo mejor por una absoluta y vergonzosa nimiedad: un mismo nombre aparece en ambas narraciones: Larsen. Pero eso, con ser importante, porque los nombres de los personajes nunca es un asunto baladí en las novelas, sería del género tonto esgrimirlo aquí como motivo estricto de esa cercanía. Seguramente, por seguir hallando señales que me expliquen esa arriesgada comparación, es esa presencia permanente de una bruma inhóspita en el aire de las dos novelas, la obstinada vocación de perdedores que cumplen a rajatabla algunos de sus protagonistas, el cinismo en que otros se instalan y hacen de ese cinismo la regla maestra que regirá sus vidas, si no hasta el éxito final, sí, al menos, hacia una manera más o menos estable de supervivencia. Pero a lo mejor también, y sobre todo, porque ninguno de los dos escritores -ni en ésas ni en ninguna otra de sus novelas- nos ofrece un relato memorialístico (no olvidemos que toda narración tiene algo o bastante o casi todo de evocación y tratamiento terapéutico del tiempo) que nos deje a cubierto de ninguna tormenta sino, como escribía mi amigo y escritor excelente Rafael Chirbes sobre la memoria en los libros de Juan Marsé, aquella memoria -la de Onetti, la de Vázquez Montalbán- nos condena despiadadamente a vivir en la intemperie.

 

Pero claro, no estamos aquí para hablar de Onetti y El astillero -también me gustaría- sino para indagar una miaja en ese pozo profundo, a ratos inextricable en sus subidas y descensos, sin cuerdas, clavos ni paracaídas, en las páginas de El pianista , ahora ya, a estas alturas de los primeros minutos, convencido de que es la mejor novela del amigo cuya vida y obra nos convoca estos días. A eso vamos.

 

Se ha dicho y escrito en muchos sitios que El pianista no es una novela de la serie Carvalho, ni tiene que ver con las que Vázquez Montalbán escribió ahondando en las raíces, muy particulares para él, del género negro. Eso es cierto, pero también ha sido dicho y escrito por bastante gente (a mí me consta mucha de esa gente, pero sobre todo Georges Tyras y Mari Paz Balibrea) que El pianista no desprecia para nada lo que es la base ineludible de todo relato policial: el descubrimiento de un enigma. No sólo no lo desprecia sino que ya en su primer capítulo -a lo tonto a lo tonto- nos mete de lleno en esa indagación. Evidentemente no hay un muerto tendido en el suelo con un tiro en la cabeza y una pierna doblada triangularmente sobre la otra, en medio de un charco de sangre y unas cuantas ratas mordiendo con sus dientes machacones las venas del cadáver. No hay un detective que esconda la botella de ginebra, whisky o bourbon cuando la mujer más hermosa del mundo llama a la puerta del despacho y casi sin dar tiempo a nada se sienta en la silla cutre que enfrenta al detective y cruza las piernas para llevarlo directamente a las profundidades del infierno. No hay -más claro, ni el agua- una resolución final que ampare y conceda legitimidad al itinerario seguido por los protagonistas de la historia. Antes al contrario de todo eso: aquí, cuando la historia acaba, has de comenzar de nuevo a leer desde este final hasta el principio. Lo que sí hay, en esa línea de investigación que apuntaba antes, es el enigma de la identidad de un personaje, un paisaje que como todo paisaje devendrá más moral que pura geografía, un investigador que -no siendo el detective de la novela clásica de policías y ladrones- resultará ser, como muy acertadamente responde Vázquez Montalbán a Georges Tyras en el magnífico libro Geometrías de la memoria. Conversaciones con Manuel Vázquez Montalbán : "Se plantea el enigma -dice el escritor- de '¿Quién puede ser ese hombre?' (se refiere al pianista Albert Rosell, que ameniza las sesiones golfas del club Capablanca, diez años antes conocido como el Casbah). El pianista conduce al lector a su casa y allí se descubre el drama de la mujer inválida y se ofrece un recuerdo oculto, cuando el hombre termina el primer capítulo con la frase de los surrealistas: Le cadavre esquís boira le vin nouveau. A partir de ese momento, empieza el desvelamiento progresivo del enigma". Insisto, antes de pasar a otra cosa: el papel del lector en esta novela es fundamental. Y no es una obviedad esta afirmación. Porque no sirve, como alguna vez le escuché decir sabiamente al mismo Tyras, que el lector sea sólo ese tipo que se tumba tranquilamente a la bartola, se desprende de los zapatos y se dedica a desbrozar, en zapatillas y con toda la avidez o desgana que ustedes quieran, los laberintos más o menos boscosos de la historia. El lector ha de ser construido como un personaje más de la narración. Si no, lo que se obtendrá es un lector de cartón-piedra, un Tancredo sin alma plantado con cara de bobo ante los cuernos de esa bestia implacable en su tratamiento que es un libro. O la mirada que lee está en las tripas de la escritura o no existe. Ése es el dilema con tintes shakesperianos del asunto. Volvamos, pues, al carácter de relato policial de El pianista que con todos los reparos anunciaba hace un rato.

 

Tenemos una identidad que intranquiliza al detective lector y un paisaje en que habrán de ir desvelándose las claves sucesivas del misterio. Y pronto nos daremos cuenta de que la novela que nos junta en estas horas se introduce de lleno en aquella otra cualidad que Raymond Chandler reclamaba en el haber de Dashiell Hammett como inventor de la novela negra frente a la que sólo plantea la resolución estilo crucigrama de un enigma: "Hammett -escribía el fantástico borracho autor de El largo adiós - extrajo el crimen del jarrón veneciano y lo depositó en el callejón". Vale, de acuerdo, ejemplar definición de ese género surgido sobre el socavón moral de una sociedad que, como la estadounidense de entonces, ya era como la que aclama a Bush en sus decisiones bastardas como amo del mundo: un estercolero. Y ahí, más que en otro punto, coinciden Hammett, Chandler y compañía con Vázquez Montalbán: El pianista no sólo arroja el crimen al callejón de la literatura sino que lo clava como un destornillador en el estercolero de nuestra conciencia acomodada. Lo dice el propio Vázquez Montalbán en la misma respuesta de antes a Georges Tyras: "Este personaje -por el pianista- significaba la revelación de las raíces de la modernidad a partir de la modernidad, y la oposición entre el tono moral de la postmodernidad y el tono moral de la gente que había hecho la Guerra Civil ". Pero a estas alturas del relato ya nos merecemos, ustedes y yo, que avancemos en la pregunta clave: ¿Quién es el pianista? Ahí vamos, pues, y de paso, habremos de ir construyendo -como lectores incluidos en las páginas de la novela- la otra pregunta lo mismo de crucial en nuestro itinerario: ¿Qué es El pianista ?, referida esta interrogación, no ya al personaje de Albert Rosell sino a la novela misma.

 

SINOPSIS

 

La acción transcurre en tres momentos de la última historia de España: los primeros 80 en Barcelona, tras la victoria socialista en las elecciones del año 1982; mediados los 40 también en Barcelona, en plena represión franquista, aquel tiempo en que "Media España ocupaba España entera", como escribía Gil de Biedma en un poema memorable; París 1936, en los meses y días anunciadores de la guerra en nuestro país.

Esa acción se organiza en tres largos capítulos, cuya distribución y estructura va de atrás hacia delante. El primer capítulo se inscribiría en eso que vino a llamarse el desencanto, ejemplificado ahora por un grupo de cuarentones que se debate entre asumir su miseria oportunista en la cola de las oportunidades que suponían los nuevos tiempos de socialismo gobernante, vulgarmente conocidos como felipismo, o manejar engañosamente una moral de resistencia que tiene que ver más con la pulsión de muerte y los fantasmas que asedian la conciencia que con una auténtica vocación de escarbar en la historia de cada cual y cargar con el peso o la ligereza de su propia historia. El segundo nos lleva a vivir una jornada sobre los tejados de Barcelona, en ese barrio cuello de botella donde se estrangulan las ilusiones de los personajes sin que ellos se den cuenta de nada. Son gente salida de la pobreza urbana, de la emigración buscona de maneras nuevas de vivir lejos de los pueblos oscuros, de esa necesidad de soñar que alguna gente tiene para seguir pensando que una vida mejor puede estar esperando a la vuelta de la esquina. Son los perdedores de la guerra, sin que algunos de ellos -a lo mejor para olvidar su horror inaguantable- se hayan enterado demasiado. En el tercero y último estamos en París, poco antes del inicio de esa guerra española que acabaría con el gobierno del Frente Popular y con los postulados de la II República. Es aquí donde encontramos la clave del enigma ya planteado en el primer capítulo (¿Quién es el pianista?) y donde tiene lugar el cruce de personajes que definirán finalmente los elementos y aspiraciones de una novela que, volviendo al principio, considero la mejor entre las de Manuel Vázquez Montalbán.

 

Primer capítulo: Una noche de juerga con la Transición al fondo

 

Los personajes principales son Luisa y Ventura; Schubert e Irene; Delapierre y sus ligues homosexuales; Joan y Mercè; Toni Fisas; Luis Doria y Albert Rosell. El ministro Solana, cuando lo era de Cultura, sale en un cameo de invitado de honor, como un cliente distinguido del café Capablanca.

 

La Transición política a la democracia tiene sus forzudos defensores y también quienes, con idéntica fuerza pero quizá no con el mismo poder, ponen reparos a la firmeza que la izquierda puso en las negociaciones que habrían de desembocar en una Monarquía inesperada y en una Constitución que, a la vista de cómo está el patio, se va a eternizar en una inmovilidad más absoluta que la momia de Tutankamon. De aquellos tiempos turbadores vienen estos otros aún más convulsos todavía y en medio andamos con la esperanza puesta en que otros tiempos más felices son posibles. El descrédito de la realidad nos hace a lo mejor soñar en nubes de colores pero ese descrédito, al que tantas veces hizo referencia Vázquez Montalbán, nos obliga, una vez certificada su existencia, a buscar salidas que no sean una simple cicatería partidista hacia la nada, hacia ese cero patatero que se apuntaba, como un tanto inmisericorde con la cultura de unos cuantos que aún respetamos y nos respetamos, un personaje hoy desaparecido del mapamundi de la historia última. Esa salida es la que buscó siempre Manuel Vázquez Montalbán, la que buscaba entre las dudas medio místicas que le atacaban los nervios el pianista Albert Rosell, la que los personajes del primer capítulo de El pianista no buscan porque se les acabó la gasolina del compromiso militante y se emborrachan ahora al abrigo de unos tiempos que empezaban a confundir -aunque debiera de haber sido todo lo contrario- la ideología con la tarjeta de crédito.

 

Los personajes de que hablamos deambulan en una noche de farra por las calles de Barcelona, repasan sus rincones y los van situando en el plano no de la ciudad sino en el que fueron levantando lentamente, con la agresividad de sus años más jóvenes, en sus conciencias de revolucionarios no saben ahora si a destiempo, a contramano de todas las teorías revolucionarias de entonces o, lo que a lo mejor es peor, al abrigo de las consignas que tantas veces derivaban, a ratos equivocadamente y otros no, de aquellas teorías. Unos han alcanzado el triunfo en sus leves trayectorias vitales, otros simplemente ven pasar la vida y andan instalados en esa abulia que para bien o para mal concede la costumbre, alguno ni vive ni deja vivir y uno, Ventura, se hace tal lío del copón con su propia existencia que no lo hubiera podido desenredar ni el mismísimo Jean-Paul Sartre en sus mejores momentos. En su paseo noctámbulo por las calles, camino del Capablanca, hacen un repaso a la ciudad y a los personajes que la habitaron antes y ahora rememoran en clave sepia de melancolía y de nostalgia. "Este inventario -dice Schubert- en otro tiempo nos hubiera llenado las venas de sangre revolucionaria y hoy nos las llena de horchata de chufa". Y luego, cuando lleguen al Capablanca, destino incierto de su carrera desde la nada existencial hasta el cero patatero de sus vidas, surgirá otra constatación, ésta de Ventura, el moribundo, porque se va a morir y en esa muerte anunciada hallará una especie de extraña redención en la figura del viejo y encorvado pianista que ameniza la fiesta del local: "Es curioso -reflexiona Ventura y apunta a la concurrencia con el brazo.- Casi en cada mesa una cara conocida. La generación que está en el poder: de treinta y cinco a cuarenta y cinco años. Los que supieron dejar de ser franquistas a tiempo y los que supieron ser antifranquistas en su justa medida o a su justo tiempo. Si callaran el pianista y las vicetiples cúbicas, podríamos entre nosotros escenificar veinticinco años de historia de una resistencia estética". Entre esa concurrencia -señalada por Ventura con brazo acusador y en la que él mismo se incluye- están el ministro Solana, su lógica y no sabemos si bien pagada cohorte de aduladores y el músico español, famoso en el mundo entero, Luis Doria. Pero el brazo de Ventura se detiene en la figura del pianista, en la música de Mompou, esa Música callada de Mompou que de pronto sale no sabemos si de sus manos o de su conciencia, como una ruina levantada por sorpresa entre rascacielos podridos de poder y de dinero, de fama y galanteos con los triunfadores, de silencio musical en medio de una fanfarria de voces que han confundido, seguramente aposta, la partitura ética de la historia con el guitarreo impresentable de una estética del triunfo que hace furor entre los antiguos rebeldes hoy desmemoriados. Ahí tenemos el diálogo entre algunos personajes de los que estamos hablando, un diálogo que tiene lugar tras escuchar un relato de Ventura:

- ¿Os habéis fijado en el tema de la historia? El fracaso. Estoy hasta los ovarios de tanto fracaso.

- No creo que mi tema o nuestro tema sea el del fracaso, sino el de la inutilidad del éxito. O la insatisfacción ante cualquier posibilidad de éxito. ¿Qué quiere decir éxito para gentes de nuestra edad, de nuestra generación?

- Lo que ha querido decir siempre. Poder.

 

Y ese poder, representado en el bar Capablanca por el ministro Solana, se levanta de la silla y acompañado de su séquito va a saludar al otro, al otro poder, al que también representa el músico de éxito Luis Doria, aclamado por todos los especialistas y políticos del mundo mundial. Allí los dos, acodados en la barra de una historia que a ambos ofreció los adornos del triunfo y hoy lo celebran en medio de ruido de vasos y taconeo de bailarinas y canciones profundas de la estrella Bibi Andersen, que esta noche ha vuelto a actuar en Barcelona. Y más allá, casi escondido en su rincón de cada madrugada, Albert Rosell tocando al piano la Música callada de Mompou. El poder, decía Toni Fisas, eso a lo que la gente de su generación, que es la del ministro Solana y la de sus colegas de correría nocturna por los antros de las Ramblas, llama con el nombre de éxito o al revés.

 

Los años 80, vencida aquella primera transición negociada por los restos dialogantes de la dictadura y las izquierdas cargadas con el peso de la culpa y la estrategia de la reconciliación nacional, soltaron por su boca esa nueva clase que se apuntó al carro del desencanto. Como restos de un naufragio de la izquierda, acordado según dicen sus protagonistas por la responsabilidad histórica que los nuevos tiempos exigían, los personajes de este primer capítulo de El pianista salen del cuchitril donde se esconden para recorrer, en unas páginas memorables, el territorio siempre ambiguo que almacena sus recuerdos. Y en esos recuerdos aparecerá cada uno desde la incapacidad que la memoria tiene para recordarlo todo, siempre memoria a medias, siempre esa mezcla de verdad y de engaño que hay en los signos con que la reclamamos, a todas horas aquello que Caballero Bonald sentenciaba con una crueldad exasperante: quien recuerda, miente. Así ellos y ellas en su noche de farra barcelonesa, así su integración en la nómina de desencantados que todos los meses acudía -y aún alguno acude, no vayan a creer ustedes- a las colas del INEM ideológico para reclamar allí, con una mirada semejante a la de un cordero a punto de palmarla en el matadero- su acomodo en una nueva conciencia que les permitiera cambiar las ganas de cortarse las venas por la novedosa, complaciente y rimbombante cultura de la impotencia histórica. Venían todos de la izquierda y ahora, para no tener que asumir las vergüenzas de algunos acuerdos inadmisibles desde su antigua dignidad de clandestinos náufragos, acordaban un reglamento feroz para sujetar a las palabras, el fingimiento de un estupor que no era estupor sino mala conciencia escondida en una enorme, a veces irritante, capacidad para fingir sorpresas, la urgente reconversión de sus ideales de juventud en una estrategia de la supervivencia que excluía -sin tener que recurrir a los bailes macabramente simpáticos de la niña de El exorcista - cualquier vocación de sentirse incómodos por la nueva identidad adquirida en el mercado de las ideologías ni muchísimo menos -sólo faltaría eso- travestidos traidores a las viejas y solidarias consignas de su adolescencia revolucionaria.

 

Al final, unos y otras saldrán del Capablanca -diez años atrás de nombre Casbah en una apretada agenda de melancolía y de nostalgias- unidos por la risa, por la borrachera de una noche de borrón y cuenta vieja, por la seguridad de que más acá de aquel tiempo que vivieron juntos se extienden los días tranquilos de un presente ganado a pulso a los matarifes de la historia. Sólo Ventura, que se va a morir dentro de poco aunque desde el exterior de la novela no lo veamos pero sí, y perfectamente, desde aquella primera condición de lectores protagonistas que Vázquez Montalbán nos ofrecía recién empezada su escritura, sólo Ventura, unido al pianista por una irreprimible pulsión de muerte que a los dos acogía, se detiene en la contemplación del personaje, sólo él intenta un acercamiento en la barra del Capablanca, sólo él será testigo del encuentro entre Luis Doria, el viejo músico triunfador, y Albert Rosell, el pianista que mata su tiempo y gana su dinero escaso en un café de Barcelona después del triunfo socialista en las elecciones generales de 1982. No sé si Ventura ya ha salido a la calle para morirse allí mismo o en el invisible capítulo que la novela ya no relata de sus vidas, no sé si aún está allí -creo que sí- cuando Doria se acerca a Albert Rosell y a un metro de distancia le dice: "Bravo, Alberto. Excelentes los silencios". Sólo eso, sólo. Pero los dos saben entonces, y nosotros, sagaces y entregados investigadores del enigma que en este primer capítulo plantea la novela, iremos descubriendo poco a poco las circunstancias anteriores a ese encuentro al hilo maestro del relato.

 

Alguna de esas circunstancias las apunta Vázquez Montalbán en las últimas páginas de este primer capítulo. Cuando -perdido ya el grupo de desencantados por los vericuetos de las Ramblas- el pianista llega a su casa, descarga el cansancio de su espalda para ayudar en solidaria compañía a una mujer inválida, llena de llagas por su inmovilidad perpetua en la cama, y dice: "Teresa, Teresa, soy yo". Palabras apenas audibles -se las perderá el lector si no está atento en esos instantes de tanta carga emocionalmente acumulada,- dichas por Albert Rosell, el pianista del Capablanca, en el oscuro recibidor de una casa de pobres en la Barcelona más pobre de la nueva Barcelona. Teresa es su mujer, fue hermosa más de una vez cuando era joven. Y tenía otro nombre, un nombre de artista que conoceremos en el siguiente capítulo, el segundo según vamos haciendo marcha atrás en el auto de la historia, el que habla, muchos años antes de que Ventura y sus amigos pasaran una noche de farra en un bar progre de Barcelona, de una gente que había perdido la guerra y unos lo sabían, otros no y más allá de los unos y los otros había siempre alguien buscando cobijo en los chamizos de una conciencia irreprochable. Y aún otros que, todavía más allá, intentaban encontrar ese cobijo en la cabaretera condición que asume a veces el olvido.

 

Segundo capítulo: homenaje al melodrama o una música feliz al final de los tejados

El escenario son los tejados de Barcelona, de la parte pobre de la ciudad, esos terrados donde la gente acababa acostumbrándose a vivir aquella vida, o lo que fuera, de los años cuarenta. Estos son algunos de ellos: el boxeador aficionado Young Serra (de nombre auténtico Manolo), Andrés (principal punto de vista, que viene de un campo de concentración, de la mili repetida...), Magda y Ofelia (dos chicas modernas), el matrimonio Baquero (chapado a la antigua, temeroso de todo...), el maestro de música Albert Rosell (recién aparecido nunca sabrán de dónde sus compañeros de aventura aérea sobre las calles de Barcelona), el sobrinito de Andrés, los padres de Young , Enrique y Asunción, Floreal Roura (el de las palomas, que lo mismo es de la División Azul que de donde sea con tal de sobrevivir), la señora Amparo la santera, que le habla a Magda de su pasado y su futuro, Manón Leonard (una joven artista dueña de un piano en la casa más apartada de los terrados).

 

Lentamente, como si en una pieza teatral, los personajes aparecen en el terrado y una luz cenital los va llenando de vida. Esa luz primera son las palabras de saludo de Andrés, medio dirigidas al público y medio a Young , que no para de golpear al aire goloso del verano: "Ya llega el buen tiempo. Se nota cuando empiezan a verse cometas sobre los terrados. Fíjate en aquella cometa. Seguro que la mueven desde un terrado de la calle San Clemente. Yo te digo que si tuviera una cometa me ponía a correr desde aquí y saltando de casa en casa no paraba hasta el borde de la plaza del Padró. Aquí se respira. Coño. No paras nunca". No para nunca Young de hacer cabriolas y trazas pugilísticas con los brazos y las piernas. Y Andrés mira la carretera inmensa de terrados mientras siguen apareciendo personajes y sumándose al coro veraniego de las conversaciones cruzadas.

 

Es el espectáculo protagonizado por los perdedores de la guerra, ya lo dije antes. Es la principal cercanía de Vázquez Montalbán con los numerosísimos protagonistas de El pianista . Hay en esa cercanía un reconocimiento de esas raíces de clase que el escritor no perdió nunca de vista ni en su obra ni en su vida. Tantas veces se ha exigido la no identificación del autor con su obra que decir esto es casi una bajada de guardia en las excelencias, si no del relato, sí, al menos, en la de los argumentos que estoy dando sobre la magnitud de esta novela impresionante. Pero sí: el autor, en este caso, se enrosca en la presencia común de estos personajes y se une a ellos en la peripecia grupal por los terrados una tarde de verano. No sé si aquí ejerce Vázquez Montalbán el papel que Foucault reclamaba para el intelectual en su libro Microfísica del poder : "El intelectual no puede seguir desempeñando el papel de dar consejos. El proceso, las tácticas, los objetivos deben proporcionárselos aquellos que luchan y forcejean por encontrarlos. Lo que el intelectual puede hacer es dar instrumentos de análisis, y en la actualidad este es esencialmente el papel del historiador. Se trata en efecto de tener del presente una percepción espesa, amplia, que permita percibir dónde están las líneas de fragilidad, dónde los puntos fuertes a los que se han aferrado los poderes, dónde estos poderes se han implantado. Dicho de otro modo, hacer un croquis topográfico y geológico de la batalla. Ahí está el papel del intelectual. Y ciertamente no en decir: esto es lo que debéis hacer". Seguramente será ése el papel del escritor en su viaje coral por los terrados de la Barcelona vieja, acompañar a sus amigos en la excursión, asistir a la representación de la derrota, de la dignidad de la derrota. Y aquí, al escribir lo de la dignidad de la derrota, recuerdo y recupero del olvido el diálogo que en el capítulo anterior mantienen Joan y Ventura acerca de cómo se divierten como niños sus compañeros de juerga Schubert y Delapierre:

- Míralos, no han querido crecer.

- ¿Schubert? Sí, sí ha crecido. Tiene un envidiable sentido del posibilismo. Es un superviviente. Delapierre es otra cosa. Tiene la fortaleza del frágil. Nunca nadie le romperá la cara.

- No sé, chico, llega un momento en que hay que elegir entre ganar y perder. Ya sé que no lo podemos ver todo bajo el prisma americano de perdedores y ganadores natos, pero algo hay de eso, ¿no crees?

- Se pierde más tiempo tratando de ganar que aprendiendo a perder con dignidad -contesta Ventura.

 

Perdedores con dignidad los habitantes de los terrados que dan a la calle barcelonesa de la Botella. Recuerdo que cuando releía este diálogo una y mil veces en una noche belga, entre surtidores de agua y paseos en bicicleta por los alrededores de un castillo del siglo XVII donde me alojaba por motivos de trabajo literario, no me quitaba de la cabeza lo que dijo más o menos sobre eso Eric Hobsbawm: "las victorias morales son el eufemismo que se usa para definir una derrota". Tenía razón, seguramente, el historiador británico. Y esa razón es la que andaba aquella tarde por los terrados teatrales de una ciudad caída en la desgracia común de una derrota abultadísima, con las víctimas y los verdugos perfectamente diseñados en el panorama cruel de aquellos años, con la mirada cautiva prendida en los aleros verdinosos de las casas, con la semiótica de la desposesión desde la que esa mirada observa lo de abajo. Ahí están las palabras de Andrés a Young Serra : "¿Por qué subimos a este terrado cada tarde? Tal vez para no bajar a la calle. ¿A ti no te pasa? Me parece vivir en un país que no es el mío, desde que entraron estos". Estos quería decir los vencedores de la guerra y, evidentemente, el país no era el país de Andrés, ni siquiera era el país donde pudiera hacerse pública la dignidad de su derrota. Sólo había sitio para los vencedores, para la inaguantable ostentación marcial de los vencedores de la guerra. Y ellos eran lo que quedó de aquella creencia en los valores de la República , lo que apenas quedó en pie porque a quien no fusilaron tuvo que exiliarse o vivir a oscuras en los cuartos oxidados, clandestinos, que el tiempo aquél reservaba a los derrotados. Lo vieron entrar aquella tarde en el terrado, en el círculo de tiza con que el director de escena había señalado el punto donde Albert Rosell debería detenerse para mirar a la gente y pasar a formar parte de la troupe artística dispuesta a emprender enseguida el viaje a través de las terrazas. "¿De qué te sorprendes? -pregunta Andrés a Young cuando ve aparecer a Rosell- Debe venir de la cárcel o del extranjero, como media España". Pues eso, la derrota, los espectros de la derrota emprendiendo un viaje alucinante por los terrados de la calle Botella a la busca de un piano.

 

Están todos en su sitio, dispuestos a hablar cuando les toca, quitándose la voz algunas veces porque en esto el maestro de ceremonias Manuel Vázquez Montalbán, invisible en su rincón de espía atento y respetuoso, les deja hacer y decir lo que les dé la gana, que discutan, que se refrieguen sus miedos por la cara, que bailen al son de una música que hace olvidar los malos ratos, que se busquen a sí mismos en las adivinanzas de una santera, que se pregunten mudamente de dónde vienen y jueguen al acertijo inacabable de saber dónde y cómo acabará la aventura de una tarde. Es la vida cotidiana de un tiempo encumbrado en los mentideros de la historia. Lo saben algunos de esos personajes, no todos, sólo algunos. Y hay en su dedicación al viaje en busca del piano la necesidad de llegar a algún sitio que los lleve al siguiente eslabón de su propia historia o les conduzca, en el sentido inverso, a poder saber qué pasó en los años anteriores al desastre de la guerra. Y juega ahí, la memoria, un papel principal. En un tono anaranjado, como toca al espectáculo hermoso de la tarde, pero nunca entregado a la nostalgia, nunca a eso. La nostalgia mata simplemente, sólo mata, acorta el trazado del tiempo transcurrido y nos lo miente. La memoria no, y regreso a Caballero Bonald y su imprescindible libro de recuerdos La costumbre de vivir , "el tiempo -escribe- se atasca o se acelera según las más antojadizas leyes de la memoria". La memoria como impulso hacia adelante, como notario intransigente, desde sus luces y sus sombras, de lo acontecido, casi como echando un pulso rabioso con lo que vendrá después, a lo mejor aparentemente ajeno a su influencia, pero sólo aparentemente porque la memoria, incluso desde su formulación selectiva del pasado, acabará componiendo el mapa de una ética que se vio truncada primero por los vencedores de 1939 y luego por aquella búsqueda del éxito fácil que esta novela cuenta desde su primera página hasta la última con una claridad detallista de entomólogo pacientemente entregado a su trabajo. La memoria escrita en el molde de una tarde de verano, la evocación de un tiempo anterior y la sensación de que nadie lo contará de acuerdo con la verdad y sí, casi seguro, desde la fanfarria entusiasta de una victoria que duraría -sin que Andrés y Young Serra llegaran a saberlo nunca- hasta el año 1975. O a lo mejor sí que lo supieron, porque cuando Ventura se muriera cuarenta años después, igual asistieron ellos al entierro, vecinos aún del mismo barrio de la Botella y disfrutaron también las lágrimas de cocodrilo que Arias Navarro, el carnicero de Málaga, soltó por su Caudillo el día 20 de noviembre de aquel 1975. Dejemos la digresión memorialista y regresemos a la novela, a esa verdad que toda novela encierra en la ficción nada marrullera de sus páginas. Hablaba de la sensación que Andrés rumiaba acerca de que a saber por quién y desde dónde se escribiría la verdad de esos años. Y por eso le dice al pianista Rosell: "Me gustaría saber escribir como Vargas Vila, Fernández Flórez o Blasco Ibáñez para contar todo esto, porque nadie lo contará nunca y esta gente se morirá cuando se muera, no sé si usted lo habrá pensado alguna vez. Saber expresarse, saber poner por escrito lo que uno piensa y siente es como poder enviar mensajes de náufrago dentro de una botella a la posteridad".

 

Mensajes de náufrago dentro de una botella a la posteridad. Uno de ellos es esta novela, claro. Pero también hay otros y ahora mismo, en estos días sevillanos hablando de la memoria que nos lega Manuel Vázquez Montalbán, hay dudas acerca de cuál será al final el signo de esa memoria recobrada. Ya hay mucha gente escribiendo el tiempo de Andrés y Young Serra , ya hay librerías con las estanterías llenas de ensayos y novelas que hablan de aquel tiempo, ya hay películas que llenan los cines de espectadores que quieren saber lo que pasó en aquellos años de intemperie. Ya hay casi de todo lo que no había hace tan sólo cuatro o cinco años. Los historiadores, los escritores, los cineastas hablan ahora hasta por las orejas. La memoria está de moda. Y hay un batiburrillo en la oferta del mercado que pone los pelos de punta. Y en ese batiburrillo me da la sensación de que la oferta que triunfa es la del consenso, la que pone sobre la mesa aquella obviedad de que en los dos bandos hubo gente digna y canallas, la que habla, como dijo Octavio Paz en el Congreso Internacional de Intelectuales y Artistas celebrado en Valencia en junio de 1987, de novedosos ganadores de la guerra del 36. Las palabras del Premio Nobel pueden servir de sorprendente respuesta a la pregunta de Andrés en los terrados de aquella tarde de casi cincuenta años antes. Las pronunció en la sesión inaugural del Congreso citado, que servía de aniversario a aquel II Congreso de Escritores Antifascistas en Defensa de la Cultura que también se celebró en Valencia el mes de julio de 1937, cuando la ciudad de la que vengo ejercía de Capital de la República. Estas son sus palabras, unas palabras que, por cierto, merecieron una acertada y aguda réplica de Manuel Vázquez Montalbán unas sesiones después. Ahí van y sujétense bien a sus asientos, no vaya a darles algún vahído y hayan de acudir los servicios de urgencia hospitalaria. Escuchen: "La pregunta a que nos enfrentamos puede formularse de varias maneras. Una de ellas es la siguiente: ¿conmemoramos una victoria o una derrota? En otros términos: ¿quién ganó realmente la guerra? No es fácil que la respuesta que demos, cualquiera que sea, conquiste el asentimiento general. Sin embargo, algo podemos y debemos decir. En primer lugar: no ganaron la guerra los agentes activos externos, es decir, Hitler, Mussolini, Stalin. Tampoco los pasivos: las democracias de Occidente que abandonaron a la República española y así precipitaron la Segunda Guerra y su propia pérdida. ¿Ganaron la guerra Franco y sus partidarios? Aunque triunfaron en los campos de batalla, conquistaron el poder y rigieron a España durante muchos años, su victoria se ha transformado en derrota. La España de hoy no se reconoce en la que intentaron edificar Franco y sus partidarios; incluso puede decirse que es su negación. El Frente Popular, por su parte, no sólo perdió la guerra sino que muchas de sus ideas, concepciones y proyectos tienen hoy poca vigencia histórica. Entonces, ¿nadie ganó? La respuesta es sorprendente: los verdaderos vencedores fueron otros. En 1937 dos instituciones parecían heridas de muerte, aniquiladas primero por la violencia ideológica de unos y otros, después por la fuerza bruta; las dos resucitaron y son hoy el fundamento de la vida política y social de los pueblos de España. Me refiero a la Democracia y a la Monarquía constitucional". Y lo que les advertía antes de leer este párrafo de Octavio Paz. Unos días después de inaugurado el Congreso y desde el público, pidió la palabra nuestro amigo y dijo muchas cosas sobre la sesiones desarrolladas hasta entonces, pero sus primeras palabras fueron éstas: "El primer día, en el brillantísimo discurso de inauguración, Octavio Paz aportó una espléndida licencia poética -yo temo que el destino de muchas licencias poéticas sea el de convertirse en licencias históricas- y esa licencia poética fue que, finalmente, el vencedor de la guerra civil o los vencedores habían sido la Monarquía y la democracia, hermosa licencia poética. Sin embargo, yo, recuperando de pronto mi memoria sacudida por el impacto y la belleza de las palabras, recordé que durante treinta y seis años tuve la sospecha de que quien había ganado la guerra era Franco".

 

La confusión, pues, que les decía hace un instante. La historia de aquellos años tan difíciles la estamos escribiendo entre mucha gente, tanta gente como puntos de vista de los que disponemos sobre el tiempo histórico que fueron construyendo los acontecimientos. La memoria de la izquierda, el recuerdo amputado al alma de la derrota, esa sentimentalidad crepuscular que reclamaban Young Serra y los otros por los terrados de Barcelona es contada desde mil puntos de vista diferentes y al final, tengo la sospecha, de que el discurso del consenso, aquella confusión a la hora de valorar exactamente quiénes ganaron o perdieron la guerra y la posguerra, será lo que salga triunfador en la carrera imparable de los éxitos editoriales, cinematográficos y en las simples conversaciones del café de media tarde. Miren, si no, el éxito sin precedentes de la serie televisiva "Cuéntame". Durante años sus guiones fueron de productora en productora sin éxito de ninguna clase. Pero llegó el instante preciso y el consenso a la hora de elaborar un discurso complaciente con la reconciliación entre las partes enfrentadas salió vencedor y provocó ese aluvión incontable de espectadores volcados en la pantalla y emocionados, llorando a moco tendido, con las cancioncillas de la época. Atendiendo también a la pregunta de Andrés, mientras buscaban juntos un piano para Albert Rosell por los terrados de Barcelona, Manuel Vázquez Montalbán escribe cuarenta años después El pianista . Para darles la vez y la voz a quienes nunca la tuvieron en aquellos años de silencio. Para concederles como escritor la excursión a las profundidades de su memoria machacada. Para irse con ellos a la busca de un piano y ofrecérselo al maestro Albert Rosell con el fin de que fuera calentando los dedos endurecidos por el frío de las cárceles. En una de las casas, ya hacia el final de la calle, vive Manón Leonard con su madre, le dicen. Y allá que se van, saltando ágiles las barandas livianas que separan las terrazas, abocándose a la calle para disfrutar su condición de pájaros libres un instante, llamando a las puertas de las casas y cruzando encuentros leves con sus habitantes. Hasta que llegan a la casa de Manón Leonard. Ella no está pero su madre consiente que el maestro Rosell interprete algunas de sus piezas favoritas. La memoria de otro tiempo volcada sobre las partituras parisinas de diez o quince años antes. El recuerdo arrancado a la desgana, a ese barrunto de que el pasado no regresará nunca y mucho menos para ayudarte a cambiar las cosas del presente. Y cuando Manón Leonard está llegando a casa, con su caniche de artista en los brazos, escucha salir por la ventana Los adioses de Chopin. Sube las escaleras precipitadamente, a ver quién teclea en su piano, a sentir siquiera por un segundo la posibilidad de que el tiempo regrese y lo haga además para aliviar recuerdos confusos del pasado. Y al aparecer por la puerta Manón Leonard, "Andrés tardaría años en olvidar cómo dijo Rosell:

- ¡Teresa!

Y cómo casi al mismo tiempo gritó Manón Leonard:

- ¡Albert!

Y cómo se abrazaron y cómo lloraron".

 

Y unas líneas más abajo, ya el final de este segundo capítulo. Queda el tercero y aparentemente último de la novela. Estaremos en París, sólo un rato antes de que Franco empiece la guerra que, según Octavio Paz, no ganaron él y los suyos sino una alquimia extraña de democracia y monarquía. Ya sé que es llevar la broma un poco lejos, pero me pregunto si el rey estará dispuesto a asumir esa victoria que le endosa el Nobel mexicano, habida cuenta de la larguísima nómina de muertos y desaparecidos que hay que cargar en sus espaldas durante los inacabables años de dictadura que siguieron -estos sí- a la victoria de Franco y de los suyos. Tercer capítulo, pues. En París. Año 1936. Casi a punto de estallar la guerra en España. Ahí vamos.

 

Tercer capítulo: estética del éxito/ ética del fracaso, o aquello de que todo final nos remite al principio y así hasta que el cuerpo aguante

 

Año 1936. Julio. París. Los personajes son Luis Doria, músico que busca el éxito y se relaciona con la crema de la intelectualidad parisina del momento; Albert Rosell, músico que busca perfeccionarse con algunos de los mejores maestros franceses, el apocado, el becario, el pobre, como dice el narrador de la novela: "hijo único, inversión musical del matrimonio de una peluquera y un dependiente de almacén de tejidos de la calle Trafalgar"; en medio de los dos, Teresa (novia de Doria, catalana de familia bien que estudia en París para llegar a ser cantante de ópera) y Larsen (un sueco que anda por la vida cultural de la capital francesa, que parece vivir de rentas y al parecer va a escribir un libro sobre Doria).

 

Avanzamos en el proceso de indagación que se iniciara al final del primer capítulo. La identidad de Albert Rosell, el pianista encorvado y viejo del remozado café Capablanca, se va desvelando entre las luces y las sombras de una memoria que avanza, como toda memoria, a trompicones. No es fácil urdir las estrategias hacia la reconstrucción del pasado si antes no se aclara cuáles son las condiciones de esa reconstrucción y qué protagonistas intervendrán en su desvelamiento. La memoria en el primer capítulo, como bien apunta Mari Paz Balibrea en su inexcusable libro En la tierra baldía. Manuel Vázquez Montalbán y la izquierda española en la postmodernidad , es una memoria que molesta, de la que se quieren librar los del grupo que se ha instalado en la versión más complaciente del desencanto. Si echan mano de la memoria ésta destruirá su actual estatus de tranquilos paseantes por los nuevos y tranquilos caminos del progreso. Por eso la niegan, por eso se acusan unos a otros de lo que fueron, de lo que dejaron de ser, de lo que nunca llegarán a ser porque hasta la estética del éxito, si no se dota de una cierta dosis de horror -como reclamaba Rilke a la belleza de sus ángeles- acabará deshaciéndose como la más inútil de las cenizas. El tiempo se les vino encima sin que se dieran cuenta de que todo, y ellos los primeros, había cambiado. Por eso se pusieron rápidos a la faena y se volcaron en el abrazo del oso a las doctrinas del felipismo o a aquellas otras igual de complacientes que eran las del desencanto. Y ahí ya no cabía ninguna memoria. Sólo el olvido como estrategia de supervivencia y la arqueología de un oportunismo demasiado insolente con la moral antigua de su resistencia militante en las filas jóvenes del antifranquismo. En la otra parte, desde otra perspectiva, la memoria de la gente que habita los terrados es la que los junta contra su condición de parias de la tierra y la dispone a buscar en el extremo de su recorrido la música que siga dando sentido a aquello en lo que cree. La memoria hurgando en la identidad de clase -al final siempre paramos en lo mismo- de los personajes de El pianista y haciendo cosquillas a la relación que en París establecen Luis Doria y su medio discípulo Albert Rosell, con la presencia a ratos de Larsen y Teresa. Se distribuyen los puntos de vista y el encuentro de los dos protagonistas principales de esta historia se saldará enseguida con cada uno de ellos defendiendo lo mismo desde trincheras diferentes. El arte por el arte o el arte como compromiso, primero con ese arte y luego -o a la vez- con el mundo que contempla el artista desde su obra y desde su vida. En eso parecerán estar de acuerdo ambos músicos hasta que los acontecimientos vayan desencadenando actitudes distintas, enemigas en muchas ocasiones, entre ellos. La música no necesita apoyos que no sean los instituidos en sus propios límites. Por el contrario, y según Luis Doria, hace más por el músico una buena invitación en la casa de algún todopoderoso crítico y maestro que las bondades íntimas de su obra musical. Por el músico, pensará Rosell, pero no por la música. "Recuérdalo bien, Rosell -le dice Doria,- para cuando te inviten a un domicilio particular en este país. Nunca desprecies el queso y nunca te sirvas menos de tres variedades, porque de lo contrario te pondrán cartel de excéntrico y te expulsarán primero de la casa, luego de la ciudad y finalmente del país". Es la semiótica cínica del arribista, la dureza cristalina de una moral que no sabe de otro compromiso que no sea el de conseguir el éxito al precio que haga falta. Y cuando Albert Rosell le discute ese punto de vista, la relación necesaria entre la música y el compromiso, no falta tampoco la respuesta contundente del otro: "Rosell, no has cambiado. Sigues teniendo aquel aspecto de chico preocupado que tenías en el conservatorio. Parece como si hubiera caído sobre ti una tarea ciclópea. Cambiar el mundo de sitio: ¿Adónde quieres llevarlo?" A lo mejor, pero esto no se lo contesta Rosell, hacia el fracaso, pero con la dignidad por delante. Palabras de otros tiempos, de otra gente salida de las clases menos poderosas (como aquella lejana ya de los terrados barceloneses), de alguien que como Walter Benjamín -en quien tanto parece beber la figura de Albert Rosell- dejó escrito: "Probablemente uno nunca será maestro en algo en lo que no ha conocido la impotencia".

 

En este París de las vanguardias artísticas, no sabe el pianista Rosell si caben otros gestos que no sean el de la grandilocuencia y el cinismo. No lo sabe. Sólo sabe que quiere ser músico de los de verdad, que, como le escribe en una carta a su valedor Robert Gerhard, él, Albert Rosell, es un pianista "y no sólo lo saben mi cerebro y mis manos -escribe.- No hay rincón de mí mismo que no lo sepa y estoy decidido a que mi único compromiso sea la música (...), una música comunicacional que sirva de soporte a ideas de crítica y de cambio, sin perder rigor musical (...), de nada de esto puedo hablar con Doria, en las nubes de su megalomanía y de su estética de niño genial y malcriado". Eso quiere el pianista que va abocándose lentamente, siempre a medio camino entre la seguridad en sí mismo y el desconcierto que le provocan los otros, al punto final de un destino del que sólo sabe que tiene forma de piano y respira como si tuviera corazón, igual que tendrán corazón los golpes al aire de Young Serra cuando lo vea salir a la terraza de su casa tantos años después, recién salido de la cárcel, sin saber, porque él era un boxeador, sólo un boxeador, que la música tiene a veces el olor tan dulce de la magia y otros sencilla y llanamente el de la mierda. Pero antes de la cárcel estuvo Rosell en el París de las vanguardias. Y vio cómo su amigo Luis Doria conocía y visitaba a los intelectuales de la época, cómo los apreciaba o despreciaba según las ventajas o inconvenientes que cada uno representaba para sus propios intereses. Aquí un ejemplo, en este diálogo entre ambos que no tiene desperdicio:

- Te felicito. Tus conocimientos sobre París te podrán ser muy útiles para cuando trabajes como mozo de cuerda. Pero ¿has estado en Flore? ¿En la Coupole ? No. ¿Te has dejado ver por los bistrots que rodean la rue de Madrid, donde está el conservatorio?

- Si no hay nadie...

- Está todo el mundo. Mienten vacaciones que no se toman. Yo en cambio me voy a ir unos días con Teresa, a partir del veinte. Aún no te lo puedo confirmar, pero es posible que comparta unas breves vacaciones con Coppola, Robert Baton, Honegger, en fin.

 

Y aún otra intervención más de Doria en ese sentido: "Ya sabéis mi tesis. Es un calco de lo que está haciendo Stalin en la URSS. Él pregona la revolución en un sólo país para luego exportarla. Yo me promociono a mí mismo con toda la rapidez posible, y cuando esté en la cumbre os reclamaré. Me da vergüenza presentaros ahora (...) yo llegaré pronto y entonces tú, Teresa, y tú, Albert, seréis los reyes del Conservatorio".

 

En fin, sí. El encuentro en París de dos maneras de concebir el arte. Al principio bajo los mismos supuestos, finalmente tan lejanas una de la otra, tan enemigas, tan decididamente volcadas la una en la consecución del éxito al precio que sea y la otra buscando salidas dignas que no entorpezcan la moral resistente que a personajes como Albert Rosell le vienen de un sentido hondo de respeto a sus raíces y de esa mirada que los desposeídos no pierden nunca sobre lo que van dejando a las espaldas. ¿Hay una memoria para apuntalar el triunfo y otra que distribuye los mejores boletos para la derrota? A lo mejor sí: sólo que la primera no es exactamente la memoria sino su negación persistente hasta torcerla cicateramente hacia el olvido. También con la otra -eso aseguraría al menos Luis Doria- se va a pocos sitios con la espalda derecha, a pocos sitios. Esta versión que Doria nos ofrece de Rosell más o menos va en esa dirección: "Rosell es y será nuestro guía espiritual. Él vio antes que ninguno de nosotros que el gran tema cultural de nuestro tiempo es cómo se establece la relación de dependencia, y en qué grado, entre arte, vida e historia". La ironía anunciadora del fracaso del otro, esa recurrencia constante de Doria a la fragilidad del amigo, a su indefensa propensión al abatimiento, a la casi segura relación final con las ataduras del fracaso. Entonces llegan los primeros ecos de que en España está pasando algo. Los nombres de Mola, Franco, Cabanillas y Aranda salen desde algún sitio. En París las noticias, sobre todo llevadas y traídas por la militancia del POUM, son alarmantes: la rebelión fascista contra la República es un hecho. Y no escatima aquí Vázquez Montalbán sus roces con la historia de la guerra civil, y pone como testimonios de ese roce al poumista Bonet y al mismo Albert Rosell:

- ¿Qué sabéis allí de la conspiración de Mola y Franco?

- Son rumores continuos, pero Franco parece tranquilo en Canarias -responde Rosell.

Se encogió de hombros Bonet.

- Tal vez sea mejor que todo estalle de una vez y sepamos a qué atenernos. Todo, antes que esta República de ciegos, sordos y mancos.

 

Las contradicciones que no dejaron de darse entre las izquierdas todo el tiempo que duraría la guerra. La excusa que se convierte en razón intransigente para esa versión interesada -la escuché hace unas semanas en Londres, en un Congreso sobre el exilio republicano- que asegura como la única causa de la sublevación fascista la inoperancia y los enfrentamientos entre los diversos grupos del Frente Popular. ¿Se justifica así -por parte de quienes así piensan- el golpe de Franco y su ejército? Yo creo que sí. Y por eso, lo que antes les decía sobre la versión última de aquellos acontecimientos que saldrá ganando en los escaparates de la historia: de nuevo la derecha, la misma derecha que se sublevó delante de la legalidad republicana, saldrá con la cabeza bien alta de la numerosísima documentación que en forma de libros y películas inundan el mercado. Pero Vázquez Montalbán, evidentemente, no se queda sólo en esa conversación. De nada sirve la lamentación si la lamentación te deja quieto, inútil, con la mente doblada en dos por el aturdimiento. Se va a pensar Albert Rosell si rompe el inmovilismo afiliándose al POUM. Y antes hablará con su amigo Doria, el mentor Doria, el que lo sabe casi todo de tácticas y estrategias de supervivencia. Y recibirá de Doria el rapapolvo del maestro que ya decidió hace tiempo no renunciar a nada para alcanzar el éxito, de nuevo el éxito cruzándose en las vidas de Doria y de Rosell. Y ahí, ya, el enfrentamiento definitivo entre los dos, entre Doria y Rosell, y también entre Doria y Teresa y Larsen, pues todos han decidido regresar a España, a luchar del lado de la República.

Ante las ironías y el enfado de Doria por esa decisión que considera descabellada, pregunta Rosell:

- Pero ¿es que no lo entiendes? Gente como tú y como yo se está matando a tiros en defensa de unas ideas que tú y yo tenemos en la boca las veinticuatro horas del día.

- En primer lugar hazme el favor de no meterme en tu troupe . Yo no soy como tú y, por descontado, tú no eres como yo. Nunca serás como yo. Y si te vuelves ahora a España y te dejas atrapar por esa becerrada de cafres, nunca serás nada.

Y con Rosell, también Teresa y Larsen reciben lo suyo: "¿Tú también? Yo pensaba que tenías la cabeza llena de estupidez incolora, inodora e insípida, pero la tienes llena de sangre, roja, naturalmente. Pero seréis desgraciados, ¿qué os creéis? ¿Qué estáis por encima de mí porque os vais a hacer el payaso en una guerra entre cafres? No os ayudará nadie. Los franceses os contemplarán como si fuerais toreros en una corrida de toros. No les conocéis. Mucha Marsellesa y mucho Ça Ira pero antes que meterse en un lío con los alemanes e italianos preferirán que os pudráis, hasta el último republicano español. ¿Y los demás? ¿Cuántos Larsen hay en el mundo dispuestos a dejarse matar por una España que sólo existe en los libros? ¿Por una revolución que ni siquiera está escrita ni pensada? (...) Albert, Albert, aldeano, capullo, no seas tonto. Albert... ¿Crees que yo no tengo el mismo impulso que vosotros? Si nos quedamos seremos un ejército cultural y propagandístico al servicio de todo lo que amáis, de todo lo que amamos. Tú eres un músico. Un músico como la copa de un pino, no un guerrero (...) ¡Hijos de puta! ¡Hijos de la gran puta! ¡Creéis que me dejáis aquí muerto de vergüenza, crucificado por vuestro ejemplo! ¡No estoy muerto! ¡Soy un cadáver exquisito, el cadáver de la razón, y vosotros sois mezquinos esclavos de las emociones más baratas! La cadavre esquís boira le vin nouveau! No lo olvides, Albert. Ni tú, mala puta, vaca, gorda fracasada. Y tú, sueco, maricón, que eres un maricón. Las palabras francesas, surrealistas, que andan por la novela como el estribillo del daño. La machacona insistencia de Doria con la muerte digna mientras sean otros los que se mueran, nunca él, nunca él lejos de un destino que se conoce de sobra, lo mismo que las armas más eficaces para conseguirlo. El cadáver exquisito que fue René Crevel, otro artista sacrificado en los moldes que nunca servirán para que Luis Doria defina con ellos otra cosa que no sea su medida del triunfo. René Crevel, el poeta surrealista que intentó sin éxito que Ilya Ehrenburg invitara al Congreso de Intelectuales Antifascistas a André Breton, expulsado a las tinieblas exteriores del comunismo por abofetear al comisario político estalinista. No lo consiguió Crevel y esa misma noche se suicidó porque no pudo soportar el sectarismo injusto de Ehrenburg. Sólo por eso. La estética arrogante del triunfador Doria. La ética en la que se refugia para morirse quien no ha conseguido nada salvo la derrota. Y ahí de nuevo, el cinismo de Doria ante los señores Milhaud, cuando él les dice que ha compuesto la cantata L'écrivain révolutionnaire René Crevel est mort . Cuando Milhaud le pregunta si la cantata es un homenaje a la admiración que sentía por Crevel y su obra, Doria contesta: "El cadáver de Crevel es más importante que su mediocre obra. Su muerte, en mis manos, se convierte en una obra de arte y en una acusación moral". Y de nuevo, pronunciada irónicamente al tiempo por los dos, la frase: Le cadáver esquís... boira le vin nouveau . O la versión más vulgar, que es la que también les dice al matrimonio Milhaud: "El muerto al hoyo y el vivo al bollo".

 

Y ya nos vamos hacia el final. Albert Rosell, Teresa y Larsen regresan a España. Luis Doria se queda en París, a seguir su imparable carrera musical. Se lo había dicho Doria a Rosell: ""De España hay que irse y volver como un triunfador. Es un país de caínes miserables, envidiosos, ignorantes y malolientes". Así regresará, como un triunfador, no como un caín miserable, envidioso, ignorante y maloliente. No como Albert Rosell, no, no como ése que dejó la música para cargar el peso del compromiso con la república y cambiar las teclas de un piano por el gatillo medio oxidado de un fusil más viejo que la tos. Regresa Doria a España como ese triunfador que anunciaba en la marcha de sus amigos de París y en una sesión noctámbula en el bar Capablanca de Barcelona, ya asentada la Transición democrática en los nuevos tiempos de gobierno socialista, ya cumplido su destino de músico importante, ya cáustico encontradizo con su amigo de antes Albert Rosell, se detendrá a un metro de distancia y le dirá aquello de: "Bravo, Alberto. Excelentes los silencios". Los silencios aquellos de Música callada , de Mompou. Y hay en el aire de ese final que obliga a retomar de nuevo la novela el silencio como ética, como identidad primera y última del artista, como inapelable voluntad de seguir siendo artista de verdad, no un individuo que desde el éxito alcanzado sólo seguirá rindiendo el culto cínico a la superchería. Lo cuenta estupendamente Susan Sontag en su libro Estilos radicales, cuando alude a cómo Rimbaud, Wittgenstein y Duchamp han dejado la poesía, la filosofía y la pintura para dedicarse a otras cosas. Rimbaud a traficar con esclavos, Wittgenstein a ser enfermero en un hospital y Duchamp a ocupar su tiempo jugando al ajedrez. "Pero la opción por el silencio permanente -escribe- no anula su obra. Por el contrario, otorga retroactivamente un poder y una autoridad adicionales a aquello de lo que renegaron: el repudio de la obra se convierte en una nueva fuente de validez, en un certificado de indiscutible seriedad. Esta seriedad consiste en no interpretar el arte como algo cuya seriedad se perpetúa eternamente, como un fin, como un vehículo permanente para la ambición espiritual. La actitud realmente seria es aquella que interpreta el arte como un medio para lograr algo que quizá sólo se puede alcanzar cuando se abandona el arte". Y lo mismo Roland Barthes, cuando escribe sobre la escritura y el silencio: "la mejor manera de huir de la impostura es el silencio".

 

La novela acaba con una hermosa carta de Albert Rosell a su valedor Robert Gerhard, una carta que cierra El pianista y nos devuelve al privilegio que Vázquez Montalbán nos otorgara al principio ya de su novela: el privilegio de sentirnos lectores-detectives de su obra, a la búsqueda de esa identidad enigmática surgida en escorzo, como de entre las sombras, en un rincón oscuro del bar Capablanca. Y como música de fondo en la lectura de aquella carta, podemos imaginar aquella Música callada de Mompou.

 

"Querido Gerhard: me llegan noticias confusas sobre el lugar donde reside en Barcelona actualmente, incluso me han dicho que aún no ha regresado del extranjero. Le sorprenderá que en el plazo de pocas semanas haya hecho un extraño viaje de ida y vuelta, pero lo entenderá sin duda, ante el espectáculo del país. Mañana marcho hacia el frente integrado en las milicias del POUM después de un breve curso de adiestramiento en el que, entre otras cosas, he aprendido a disparar. No había hecho el servicio militar por excedente de cupo y aún estoy perplejo de mi capacidad de adaptación a las circunstancias. Disparo. Incluso a veces acierto en el blanco. Mis manos por fin, tal vez, servirán para algo. En cuanto a la música, he copiado pacientemente mis cuadernos para llevarme al frente una copia sobre la que trabajar. No desconozco las dificultades, sobre todo la dificultad fundamental de tocar el piano. En los frentes no hay pianos, me ha dicho un jefe, al parecer importante por lo tajante de su tono y la seguridad que tiene sobre lo que hay o no hay en el frente. Cuento con conseguir algún permiso de vez en cuando y espero que usted me escriba desde allí donde esté. Conocí a Milhaud. Fue lo penúltimo que me ocurrió en París. Ahora leo en los periódicos que está anunciado el estreno de su Christophe Colomb , sobre el poema de Claudel. Es curioso. Milhaud vuelve a ser para mí una fotografía lejana y mal reproducida. Mas no divaguemos. Tenga en cuenta por favor, mis señas futuras: Albert Rosell, Columna Maurín, Tierz (Huesca), o bien deje usted la carta en el local del POUM en Rambla de los Estudios y ya me la remitirán".

 

Y la palabra FIN

 

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