PALABRAS DE OTROS

 

Quimera nº 273. Julio y agosto de 2006

Regresar a cualquier sitio es tan imposible como inútil. No se puede volver a ninguna parte aunque lo diga una y cien mil veces el tango de Gardel y su amigo Alfredo Le Pera. No se puede. Con París lo intentas una y cien mil veces y nunca está donde antes. A lo mejor es uno quien no está donde entonces, cuando anduvo por la ciudad como un autómata, con un plano que se parecía a una edición medio pirata de “Rayuela” y pinta de fan atado a la mitología geológica de los escritores del hambre. Lo dice Hemingway: Yo he hablado de París según era en los primeros tiempos, cuando éramos muy pobres y muy felices . Es en “París era una fiesta”, o al menos eso escribe Gabriel Ferrater en su traducción no demasiado brillante de la novela. La verdad es que pobre, lo que se dice pobre entre los intelectuales de la orilla izquierda, sólo estaba Jean Rhys. Sólo ella. Pero es que esta mujer era otra cosa y por eso fue descubierta muchos años después de que no le fiaran en ningún barucho de los de entonces y nadie -y menos que nadie Madox Ford- le pagara las copas y la comida de caliente. Regresamos a París para qué. Eso me preguntaba alguien no hace mucho, en un encuentro con escritores de diversos países europeos celebrado en el Instituto Cervantes. El asunto era París, claro. A la búsqueda de un escritor olvidado. Siguiendo las huellas de una novela desaparecida en combate. Eso preguntaba alguien desde el patio de butacas. Y yo contestaba que a París se va con un destino fijado de antemano. El de perderlo todo. Lo dejas todo allí, enredado entre la lluvia y los hierros de una melancolía insólita brincando las murallas de los puentes. Lo decía Janet Flanner: el mejor lugar desde el que ver París era cualquiera de sus puentes al final del día . Seguramente eso es lo que hacía Baudelaire cuando contaba que el crepúsculo de la ciudad excita a los locos . Palabras de otros para regresar desnudo al lugar de origen. Lo dejas todo allí. Una y otra vez alcanzas la terminal eternamente en obras de Austerlitz y mientras el tren se cuela por el túnel oscuro de la despedida, sabes que la próxima vez no estará la ciudad en el mismo lugar donde ahora la dejas. Pero eso será después, cuando haya acabado el viaje acelerado a buscar nada porque nada existe en un sitio como ése. Metáfora de no sé qué, escribía Cortázar: te inventas una isla sólo para ti o acabarás desgarrado por las uñas metálicas de un bulldozer. Así es París. Así se te ofrece y desde ahí te exige el sacrificio. Y si no, ¿quién te manda buscar nada en ese laberinto donde a lo mejor todos menos tú son minotauros? O al revés. Recuerdas libros, calles que sólo existen en los restos amarillentos de un cenicero hecho pedazos, escritores que dejaron huella en tus torpezas literarias y en las otras: no sabes que toda huella es única y apenas sirve para saciar las apetencias miserables de los profanadores de tumbas. Hablamos de París y allí todo habla de tiempos remotos como si fuera ahora. Ahí la gracia. El triunfo del regreso imposible. La necesidad de dejar que la ciudad te haga el harakiri porque carga a gusto pesa menos que los collares del Papa. Extraviarse por sus calles y sus plazas y sus pasajes irrepetibles. Extraviarse. Para conocer una ciudad hay que saber perderse en ella más que encontrarla a cada paso. Y para Walter Benjamín esa ciudad del extravío era París. Sólo París. No sé si habrá ciudades más hermosas. Posiblemente sí. Pero ahí no llego porque a mí, en avión, no me pillan ni borracho de Trankimazin. Por eso decía lo de Austerlitz. Amanecer con la lluvia mojando los cristales del tren y la despiadada bienvenida de las máquinas que ametrallan los andenes. Lo mismo cuando te vas. Sabes que la próxima será la primera vez, como ha pasado siempre. Aunque lo nieguen el cazador de leopardos imposibles y Enrique Vila-Matas en dos libros excepcionales: París se acaba en cada huida porque es imposible cargar en la espalda toda su belleza. Ya sé que lo que acabo de decir es una cursilería. Pero cuando hablo de belleza lo hago desde la coartada borgiana de que la mejor relación con una ciudad es la que alimentan a la vez el amor y el espanto. Que se lo pregunten, si no, a los habitantes de Saint-Denis. Que se lo pregunten. Amor no sé cuánto, pero espanto tienen allí para dar y vender. Aquello es hambre. Y miseria. Y desesperación. Lo de quienes contaban eso mismo a toro pasado en sus novelas memorables era otra cosa. Esta vez París era una fortaleza sitiada por los carteles de Almodóvar. Volver , decían. Como si eso fuera posible. Como si lo fuera.