Pascual Enguídanos

 

AQUELLAS VIEJAS NOVELAS DEL OESTE…

 

 

Recuerdo que un día lo vi en la esquina de licores Faubel, cuando yo bajaba por la acera de gaseosas Montesol y él cruzaba la carretera a paso de gigante. Pocos días antes, María Rivas, la profesora de literatura de la Academia Edeta , nos había contado que en Llíria “teníamos” un escritor importante. Entonces me gustaba escribir poemas como los de Bécquer, leer novelas del Oeste y no se me daba mal hacer una versión propia, desde el latín, de la guerra de las Galias. Teníamos doce o trece años y la literatura apenas pasaba de la versión más rosa del romanticismo, de los peñazos inacabables de Pereda y Azorín, de una abrupta reducción de Darío y Juan Ramón a los versos épicos y al burro Platero. Cuando acababas el bachillerato no sabías quiénes eran Miguel Hernández y García Lorca y, menos todavía, que los dos habían sido víctimas de la represión franquista. Se hablaba poco de todo eso o nada en las escuelas y muchas veces nos las teníamos que apañar solos para descubrir más allá de los libros obligados, de las consignas obligadas, de los obligados destinos que la vida nos señalaba sin darnos demasiadas opciones que nos permitieran encontrar otros diferentes. Poco a poco, sin embargo, íbamos descubriendo la manera de saber más, de conocer lo que había más allá de los códigos secretos de aquel tiempo. Y aunque les parezca una tontería, cuando se tienen doce años y el país anda medio escondido del resto del planeta, a mí me gustaba refugiarme en las novelas del Oeste que escribían Silver Kane, Keith Luger, Alf Regaldie, Marcial Lafuente Estefanía, George H. White y muchos otros autores. El veneno de esas lecturas me lo había inoculado un compañero de clase, un poco mayor que yo, que se llamaba Sagaseta. Escribía el colega novelas como las de mis autores favoritos y sus redacciones, leídas en voz alta durante las clases de literatura, nos dejaban con la boca abierta.

Un día supe, no sé cómo, que George H. White era de Llíria y que su verdadero nombre era Pascual Enguídanos. El escritor al que se había referido María Rivas era uno de los que animaba mis aficiones lectoras, era más reposado que los otros en sus narraciones, llenaba más el alma de sus personajes, sobre todo más que Marcial Lafuente Estefanía, cuyo héroe llegaba al pueblo, se convertía en sheriff y mataba con un sólo revólver y seis tiros a treinta o cuarenta pistoleros. La escritura de Pascual Enguídanos era más lenta, se detenía más en los detalles del relato, tenía más encarnadura, y cuando ahora releo sus historias me doy cuenta de que sus novelas estaban escritas desde el convencimiento de que si los personajes no se construyen desde dentro lo que sale en sus páginas no son personajes de verdad sino marionetas movidas por los hilos de la inconsistencia. Pero los años pasan y el tiempo es otro a cada revuelta del camino. Aquella escuela del bachillerato nos ha dejado una mezcla de duelo y de añoranzas, la superación a veces traumática de la inocencia, una cierta manera -no compasiva ni excluyente- de entender a quien piensa de manera diferente. Y en esa manera de entender lo otro y a los otros, he de decir aquí que tantos años después de leer aquellas viejas novelas de vaqueros , o las policiales y de ciencia-ficción que también llenaban los quioscos, invento historias que poco tienen que ver con aquellas en las que aprendí a mirar el mundo con ojos de escritor adolescente, en las que descubría que el oficio de escribir debía de ser apasionante.

Escribo de otros asuntos y desde otros puntos de vista, pero sé que sin aquellas lecturas primerizas, sin aquellas novelas “de a duro” que cada jueves se cambiaban en los quioscos o en el mercado de la plaza, nunca hubiera sido escritor ni a lo mejor nada. Por eso, el día en que vi a Pascual Enguídanos cruzar la carretera por la esquina de licores Faubel es como si hubiera visto un ser de otro mundo, excepcional, distante de la grisura cotidiana en que vivíamos en Llíria y se vivía en todas partes. Nunca pensé entonces que algún día me dedicaría a escribir novelas. Nunca. Pero aquí estoy, inyectada en vena la pasión por la literatura, contando en estas páginas que Pascual Enguídanos es uno de los escritores que más admiro entre mis favoritos, entre los que más me enseñaron que ser escritor no es sólo emborronar cuartillas sino tener también y sobre todo una moral desde la que contar historias. Me ayudaron a ser mejor escritor a cada novela y también mejor persona: o al menos eso creo. Y me brindaron la oportunidad de emocionarme como pocas otras veces en bastantes ocasiones. Les cuento dos. Una tiene como protagonista a Pascual Enguídanos y la otra al gran escritor Francisco González Ledesma, que ganó el Premio Planeta hace poco más de veinte años y todavía continúa en la brecha feliz de la escritura magnífica. Un día, en Gestalgar, mi pueblo, encontré un montoncito de novelas de George H. White. Ni sabía que estaban allí, entre discos antiguos y libros de colecciones de otro tiempo. Hace años ya de esto, no sé si cuatro o cinco. El caso es que escribí uno de mis habituales artículos en el diario Levante dedicado al escritor de Llíria. Contaba que me gustaba mucho, que le recordaba con auténtica veneración, que no sabía si vivía o ya se había muerto. Me llamó muchísima gente, lectores suyos, sobre todo de la serie “Hazañas de la Juventud Audaz ”, preguntándome si sabía algo de él, si seguía vivo o no, y una de las llamadas fue de mi amigo Vicent Adriá: claro que vive, tiene la casa en la placita que hay encima de donde tú vivías en la calle Mayor, me dijo. Fui a verle, hablamos mucho rato, él, Carmen, el silencio transcurrido entre aquella tarde en que le vi cruzar la carretera y ésta de tantos años después. Desde entonces ya no dejé de nombrarlo en todas partes, en artículos, en conferencias sobre literatura, en cualquier sitio que reclamara su personalidad de escritor descomunal. La otra anécdota que, en el campo de la novela popular, me provocó una emoción inigualable tuvo lugar en Barcelona, hace un par de años, a lo mejor no tanto. Me habían invitado a hacer la presentación de la novela policíaca de un escritor argentino. Era en una librería especializada en ese tipo de novelas y empecé diciendo que el género policial era tan digno como cualquiera otro, que no compartía esa jerarquización absurda que nos hemos inventado para destacar unos géneros por encima de otros. Y que ponía un ejemplo claro de esa idea mía: yo admiraba profundamente -dije- a un escritor que se llamaba Francisco González Ledesma, ganador del premio Planeta y autor de unas novelas excepcionales; pero mi admiración creció -añadí ante el numeroso auditorio- el día en que me enteré de que Francisco González Ledesma era también Silver Kane, el autor de novelas del Oeste que más me gustaba. Cuando acabó el acto, se acercó uno de los presentes y me dijo con una sonrisa de niño grande: gracias por tus palabras, soy Francisco González Ledesma. Pocas veces, creo que ninguna, me sentí tan orgulloso de mi eterna condición de lector imperturbable. La literatura te ofrece algunos ratos una mezcla feliz de azares dichosos y señales que se incrustan en tu itinerario personal como auténticas trazas del destino.

Ahora, después de tanto tiempo viviendo casi a escondidas del pasado, de sus éxitos literarios, del reconocimiento que tantos lectores otorgaron a él y a sus novelas, Pascual Enguídanos ha recibido el homenaje que más podía satisfacerle: el que le ha rendido su pueblo. Ahora hay en Llíria una calle con su nombre: George H. White. Y su memoria quedará ahí, en la esquina perpetua que recuerde sus novelas, su talla de escritor grande, la inmensa humanidad que yo ya sospechaba aquella tarde lejana en que lo vi cruzar la carretera, cuando yo era muy crío y escribía poemas como los de Bécquer y leía sin parar novelas del Oeste, tan lejos aún del día en que habría de convertir la literatura en una de las partes más importantes de mi vida.