DERRUMBE
Ricardo Menéndez Salmón
Seix Barral 2008. 189 páginas

 

El mundo de la literatura está lleno de tópicos. Algún pope dice algo y es como el efecto mariposa: una ola de tópicos invade los mercados. Eso pasa con la literatura buena y con la literatura mala. Desgraciadamente, pasa más con la mala. Pero a veces, hay una unanimidad lectora que dice: ¡menudo escritor, menuda novela! Entonces el efecto mariposa es una gozada. Yo no había leído nada de Ricardo Menéndez Salmón. Y tampoco nada sobre sus libros. Lo conocí el verano pasado, en uno de esos encuentros donde los escritores se reúnen para no sé qué: porque cada vez somos menos escritores y más no sé qué. Leí entonces una novela suya: La ofensa. ¡Hostia!, me dije. Y repetí: ¡hostia! Y así hasta ocho o diez veces. Luego supe que esa novela había tenido unas críticas estupendas. El efecto mariposa, pues, actuaba en beneficio de la buena escritura. Yo mismo me dediqué a predicar las excelencias de esa novela de apenas cien páginas: como a mí me gustan. Ahora acaba de salir Derrumbe. En una mañana me la tragué enterita. El horror en estado puro. La escritura del mal. Los referentes inexcusables: Corman McCarthy en el primer capítulo, luego otros más diversos: desde Kafka al fraseado de Onetti pasando por lo más imprescindible de la poética del malditismo, quizá surcado de vez en cuando por la humanidad irónica, ácida mejor, de Saul Bellow. Guardo como oro en paño alguno de los textos que el mismo autor me envió después de ese verano. Uno de ellos (Travesía del mal) avanza la maestría narrativa de su última novela. Aquí dice, en uno de mis subrayados: “el mal, para el arte, proviene de su misterio creador”. Y el escritor se aplica el cuento y lo aplica, de paso, a su escritura. Es Derrumbe, ya lo dije, el relato del horror. La realidad alberga en sus espacios más domésticos la vocación carnicera de sus habitantes. Es ésa una verdad cada vez más obvia: lejos ya la evidencia de las Torres Gemelas, miren los videos domésticos de Josef Fritzl. Pero hay que saber contar esa realidad, no hacer de ella una impostura ni carne de programas televisivos donde todo acaba convertido en mierda. Al fin y al cabo, todas las historias pueden ser contadas. En todas ellas podemos encontrar materia suficiente para interesar a quienes las leen. Otra cosa es lo principal: cómo las escribimos. Ahí el lenguaje como elemento decisivo. Las historias pueden pasar con el tiempo a ser otra cosa: el lenguaje nunca. Si eso llega a pasar es que ese lenguaje no fue nunca más allá del puro experimento con gaseosa, como contaba aquel ministro con el desparpajo del clásico (¿o era al revés?). Lo decía Thomas Bernhard, ese otro y enorme escritor del horror: “el lenguaje no puede envejecer”. De ahí, de ese acercamiento literario a lo que pasa a nuestro alrededor, lo que escribe Menéndez Salmón en su última novela: “la realidad es la sombra de la palabra, no a la inversa”. La vida y la muerte en el mismo plano de la cotidianeidad. La búsqueda de una salida al laberinto oscuro del daño. La culpa y el arrepentimiento como señal elocuente de la complejidad que a ratos decisivos estruja la conciencia. Después del horror, qué. Todo es posible, a pesar de lo que dijo Adorno sobre Auschwitz. Al cabo, hay en ese final una voluntad clara de redención (¿o todo lo contrario?). Porque, también al cabo, y como escribe el autor en otro sitio: “somos seres nacidos para morir, extinción aplazada, despojos en caída libre”. Hablaba entonces de Céline, el horror mismo, la nula redención. Apenas ciento ochenta páginas tiene Derrumbe. Volverlas a leer, una vez acabada la primera vuelta, es de un feliz y obligado asentimiento.