EL CORAZÓN HELADO
Almudena Grandes
Ed. Tusquets. 933 páginas
Las novelas largas. Una carrera de obstáculos. Como si la literatura fuera eso: una maratón, la lucha por cortar más troncos que el contrario en una película de Julio Medem, ser el primo zumosol en el patio inmisericorde de la escuela. Así se piensa en este mundo a ratos exasperante de la literatura. He dicho muchas veces que me revientan las novelas gordas. Y no me refiero a “La cartuja de Parma”, claro. Ni a “Guerra y Paz”. Ni a “La Regenta”. Me refiero a esas novelotas que puedes ir leyendo de treinta en treinta páginas y no pasa nada. Pura hinchazón, letra apretada por la compresora de lo inútil. Literatura a peso. Mierda. Además, si “Los adioses” y “La metamorfosis” tienen apenas noventa páginas, para qué hemos de perder el tiempo en un libraco de quinientas. Sólo leo las novelas gordas de los amigos. Sólo ésas. Sólo leo novelas gordas como ésta de Almudena Grandes que me acabo de zampar y que me dejan -como ahora- tan exhausto como ingrávidamente feliz. Se siente bien, la escritora, en esa distancia arriesgada. Se nota la cercanía, la pasión por la escritura, el tiempo que ella convierte en aliado fiel para cubrir aquella distancia que a tanto otro escritor se le antoja sólo carne de mercado. No sobra una puñetera línea en esta historia monumental. Ni una sola línea. Hice esfuerzos por saltarme un párrafo, alguna frase, bastantes adjetivos: imposible. Los párrafos se llenan unos a otros, llama y encuentra a su vecina cualquier frase para no quedarse ridículamente huérfana, los adjetivos se enlazan magistralmente de tres en tres como si “El corazón helado” fuera una de las extraordinarias novelas de William Faulkner en ese dificilísimo ejercicio de adjetivar que como nadie imitaron Onetti y Juan Benet. Y los personajes. Así se construyen los personajes. Así: llenándolos de alma, corazón y vida, como si Almudena Grandes hubiera querido rendir un homenaje -entre tantos como aparecen en su libro extraordinario- a esa fuente de emoción inigualable que son las tripas de un bolero.
La guerra de nuevo, la Civil
Eso parece esta novela. Otra más sobre la Guerra Civil, sobre la cruelísima posguerra, sobre una transición que no evacuó de la sociedad española el miedo ni el olvido. Eso parece esta magnífica novela. Y lo es. Es eso, pero muchas otras cosas que gritan en los pliegues de una escritura inagotable. Sobre el fondo terrible del exilio republicano, urde Almudena Grandes una maraña de personajes, de lugares urbanos, de casas donde hierve la olla del engaño y aquella otra de la desmemoria que contaba Juan Marsé en el último párrafo de “Un día volveré”. Es “El corazón helado” una necesaria novela que habla del miedo, de la traición, de ese eufemismo con que Hobsbawm calificaba la victoria moral que son algunas derrotas, de la dignidad que empapa el tejido de aquellas derrotas. También de la codicia, de esa obsesión enfermiza que algunos tienen de ser dueños de todo sin saber, como escribía Albert Camus, que nunca ninguna codicia será “el abrigo de las necesidades más simples”. Y sobre todo, “El corazón helado” es una novela sobre la necesidad de saber, sobre la historia y la ficción como fuente de conocimiento, sobre la levedad autónoma de los géneros literarios. Recordar es un deber, creo que escribía Primo Levi. Y ese deber ha sido escamoteado en este país, primero por la dictadura franquista; luego, por una transición política y los sucesivos gobiernos socialistas de Felipe González y Alfonso Guerra que confundieron la memoria con una enfermedad que nos seguiría convirtiendo a todos en enemigos de todos. Nada hay más erróneo que esa consideración. Nada. Y en esta novela de inexcusable lectura queda bien claro: los enfermos son quienes han visto degollada la verdad por el cuchillo del miedo persistente -incluso cuando ese miedo supone una actitud proteccionista hacia los más jóvenes- pero sobre todo por el ejercicio infame y cruel de la mentira y el cinismo.
Ya dije que todo sucede con el telón al fondo del exilio republicano. Unos se fueron y otros se quedaron. Otros asumieron la doble identidad. Lo que se dice vulgarmente un cambio interesado de chaqueta. Algunos estaban en el extranjero y nunca -como suele suceder con las gentes del exilio- se resignaron a no volver. Ignoraban, en esa imperiosa necesidad de seguir enteros, que el regreso es imposible, que ya nada será igual después de la partida, que el destino es algo que no se fabrica con retales de huidas y regresos sino que se apuntala en cada uno de los sitios donde transcurre la vida o algo parecido. De aquí arranca la novela: unos allá lejos y otros aquí. Y llega hasta hoy. Hasta esa necesaria terapia del saber que empuja a algunos hijos y sobre todo a los nietos a conocer la vida medio a oscuras que sus antepasados les legaron. Y entre todas las historias que se cruzan y descruzan en el camino de sus mil páginas hay una de las historias de amor más hermosas que he leído nunca. Nunca.