Los marineros perdidos
Jean-Claude Izzo
Ed. Montesinos 2010

 

“Aquella mañana, Marsella lucía los colores del mar del Norte”. Así comienza la última y magnífica novela de Jean-Claude Izzo traducida al castellano. Olía esos colores Diamantis, el marinero griego del Aldebarán, un carguero varado sin fecha de partida en el puerto de una ciudad que el escritor francés ha contado como nadie. Hace más de siglo y medio arribaba a la misma ciudad Edmond Dantés, a bordo del Faraón, y escribía Alejandro Dumas en las primeras líneas de El conde de Montecristo: “En Marsella siempre resulta un acontecimiento la llegada de un buque”. El mar y Marsella. Los dos protagonistas principales de Los marineros perdidos. Aquí conocíamos a Jean-Claude Izzo por su trilogía policíaca: “Total Khéops”, “Chourmo” y “Soleá”. El policía Fabio Montale es su personaje. Y la amistad. Y la lealtad. Y la búsqueda casi siempre inútil de la felicidad. Y el pasado, un pasado que no se va nunca, que siempre está presente, como decía William Faulkner. La derrota. El amor. La nostalgia. La tragedia. Eso son las novelas de Izzo, seguramente uno de los mejores escritores franceses que he leído. Murió hace diez años, cuando apenas había pasado de los cincuenta. Fue periodista, poeta, comunista. Y siempre vivió en Marsella, “la única ciudad del mundo en la que uno no podía sentirse extranjero”. Lo dice Abdul Azziz, el capitán libanés del Aldebarán. Son tres los marineros que rumian la soledad en un barco que es como una estatua en la bocana del puerto. Completa el triángulo el turco Nedim, el más joven e inconsciente, el tarambana que será el contrapunto de los otros dos en el itinerario dramático que circula como en espiral por las páginas de la que es considerada en Francia la mejor novela del escritor marsellés. El tiempo es lo más importante en las novelas. A veces el tiempo se desploma como un fardo intransigente en las espaldas de quien lo vive. O en sus ojos. No sé si hay alguien que cuente mejor esa sensación de melancolía a toneladas que Izzo. Seguramente no. Quizá Patrick Modiano. Alguna vez lo consigue también Erri de Luca, pero eso era antes de que se le apareciera la Virgen y se convirtiera en su cronista. Nadie como Izzo. Se amontonan los recuerdos como síntoma de un destino desahuciado: “Todos los recuerdos, incluso los más hermosos y los más triviales, son instantes de la vida malogrados”. Y la música. Siempre la música en las novelas de Jean-Claude Izzo. Esta vez la de Compay Segundo, que aquí se llama Francisco Repilado, su nombre auténtico. Y Duke Ellington. Y Santana. Y sobre todos ellos, Gianmaria Testa, que ya llenaba con sus canciones las novelas de Montale. La melancolía, la tristeza: “Te siento a mi lado y no estás aquí”. No hay mejor resumen de lo que es Los marineros perdidos que las palabras de Joseph Conrad en la presentación de El espejo del mar: “Es el mejor tributo que mi piedad puede rendir a los configuradores últimos de mi carácter, de mis convicciones, y en cierto sentido de mi destino: al mar imperecedero, a los barcos que ya no existen y a los hombres sencillos cuyo tiempo ya ha pasado”.