PACÍFICO
José Antonio Garriga Vela
Anagrama 2008. 174 páginas
“Todo iba desvaneciéndose con la lentitud y el silencio de una triste historia. El barco se convirtió en un punto blanco y misterioso en la noche, como el enigma de la ciudad en el mapa mudo. Una sombra que el alba difuminó hasta hacerla desaparecer”. Es el último párrafo de Muntaner, 38, la magnífica novela que José Antonio Garriga Vela publicó en 1996 después de ganar el Premio de Novela Jaén ese mismo año. Hay escritores que aparentemente entran y salen de la literatura como los artistas que se esconden en los baúles de la magia para desaparecer por los sótanos oscuros de lo desconocido. Alguien puede pensar que ese enorme escritor que es Garriga Vela hace eso y a mí me cuesta aceptarlo. No se va nunca de una escritura que ronda la excelencia. Y digo que no se va nunca porque sus novelas son un continuo, una cadena sin fracturas: sus historias, sus personajes, ese desasosiego que impregna las estancias de las casas y el alma de sus habitantes. Y entre ellos, entre esos habitantes, el de voz más alta, el que cuenta, precisamente “el que debiera haber sido el pequeño habitante de las ruinas”, como se escribía a sí mismo Franz Kafka, una de las referencias de Pacífico, la novela que acaba de publicar el autor que nació en Barcelona en 1954 y debería de ocupar en la narrativa española contemporánea mucho más espacio del que el mercado (incluso el más decente) le adjudica.
El mundo de Garriga Vela es una casa, el edificio donde se dibuja esa casa, el vecindario, la calle, como mucho los edificios de enfrente, en el caso último esa pensión donde se refugia el padre huido de la cueva: Pensión Ambos Mundos. El final de Muntaner, 38 enlaza con la historia que se cuenta en la novela recién aparecida. La memoria extraviada en la singladura de un barco “que estaba siempre apartado del resto de la flota. Un barco solitario, un bergantín blanco con velas de cuchillo y un sólo pasajero en la proa”. El barco inmóvil que lleva en el casco el nombre único posible: Pacífico. Y aquí las palabras que explican el material del que están hechas todas las novelas y casi más que de nadie las de este autor extraordinario. Las dice en una tertulia el maestro Linares: “los mexicanos cuentan que el océano Pacífico no tiene memoria”. El barco de todos los recuerdos, el paisaje que va más allá de los límites que la realidad impone a los personajes, ese horizonte que señala una terrible posibilidad: “un país donde pesa el olvido”, como escribía Beckett en uno de sus poemas que él mismo reclamaba como malos. Los años sesenta estallan en todo el mundo y en el territorio de la familia protagonista de Pacífico resuena el tiro en la boca que se pegó Hemingway justo el día de 1961 en que los dos hermanos hacían la Primera Comunión. Hay una América siempre presente en los sueños que aparecen en todas sus novelas (aunque a veces se llame Rusia, como en otra de sus excelentes novelas: Los que no están). Y como sucede también siempre, hay en los sueños una lenta, casi agónica, paradoja: que no se acaben nunca o que se acaben de una vez aunque sea confundiendo el cuello frío de una botella de whisky con el cañón inmisericorde de una escopeta de caza.
A medio camino entre Kafka y el autor de Los asesinos, el protagonista de esta novela irreprochable en todos sus aspectos escribe sin saberlo una novela “que protagonizan los otros”. Unos otros que buscan la posibilidad última de sobrevivir con dignidad -y a veces sin ella- aún en la derrota. O sobre todo ahí: en la derrota. Como sucede en Pacífico, una de las mejores novelas que he leído en los últimos años.