DIARIOS. La hierba crece despacio
Ignacio Carrión

 

         Cuando nos enfrentamos a un libro que se anuncia como biografía, autobiografía o dietario, a uno le entran ganas de esconderse y mirar desde lejos con el catalejo protector de la cautela. Siempre se dijo que el paradigma de la ficción es el género biográfico; que si de lo que se trata es de que el autor o autora son a la vez los protagonistas de la historia, la cosa raya ya las fronteras genéricas de la ciencia-ficción; que si lo que nos cuentan es el día a día de quien escribe, nos podemos encontrar con la presencia en sus páginas del primo zumosol o, en el mejor de los casos, con el retrato de alguien que no se corresponde en nada con el careto que se autopublicita en la solapa del libro. Cuando Ignacio Carrión me dijo que el libro con sus Diarios ocupaban mil páginas me puse a temblar por varias razones. Aquí van algunas:
. soy, como dije, cauteloso con los testimonios de vida.
. suelo aburrirme como una marmota con textos de esa clase y la prueba es que sólo he podido soportar hasta ahora, entre el género memorialista, los dos volúmenes que ocupan la vida y milagros de mi querido amigo José Manuel Caballero Bonald.
. me resulta difícil entender que alguien se pase los días, cuando llega a su casa por las noches, escribiendo paso a paso lo que le ha pasado durante el día.
. y finalmente -aspecto éste en que abundaba el texto que me anunciaba su propio autor- me revientan los libros gordos y siempre dije -y escribí- que sólo leo los libros gordos de los amigos. Bueno, aquí he de decir que sólo leo, entre la maraña de títulos que inunda el mercado literario, los libros de los amigos y unos cuantos clásicos que están ahí para que aprendamos a escribir mejor o al menos a rebajarnos el ego imbécil de escritores maravillosos.

         Pues bien: ahí las cautelas precisas y anunciadas. Con el añadido, además, de que a Ignacio Carrión yo sólo lo conocía de sus artículos periodísticos y me constaba su papel de periodista importante en diversos ciclos mediáticos por los que han atravesado él mismo y este país construido a golpe de desmemorias y silencios. Pero le dije que sí, que leería el libro, su libro, que incluso lo programaría en este sitio que, él me lo contó, suponía para él mismo una vuelta a sus orígenes intelectuales: “yo estudié allí”, sentenció. Y aquí estamos esta tarde. Para hablar de sus Diarios, los que Ignacio Carrión ha venido escribiendo y de los que sólo tenemos, en esas cumplidas mil páginas que me anunciaba por teléfono, una parte de los que vino escribiendo hasta la fecha.

         A ratos dice el autor que dudaba entre si seguir escribiendo o pararse en seco y mandarlo todo a hacer puñetas. ¿Escribir para qué?, es como si se preguntara. Y aumentaba esa indecisión la duda acerca de su propia existencia, de lo que es, de lo que quiso ser, de lo que cree que es, de aquello que pueda llegar a ser algún día. Finalmente se decide a escribir, a seguir escribiendo. Quizá para convencerse de que vale la pena investigar casi diariamente -en un ejercicio de tenacidad nada compasiva ni con él ni con los otros- quién es uno lo más aproximadamente escudriñado desde la verdad. Quizá por eso, escribe: “estaría convencido absolutamente de la realidad de mi existencia si fuera posible contemplarme desde el exterior de mí mismo, como a otro hombre”. Eso escribe apenas llegado a la página cien de sus diarios. Y es ahí, ya, donde mis cautelas empezaron a desvanecerse: escribe Ignacio Carrión de otro hombre, de alguien que a lo mejor no es él pero que siente cercano, de alguien que no le obligue a trampear el testimonio de vida con argumentos propios de un espot publicitario. Ya sé que, aun así, es difícil asegurar que todo lo que se cuenta sucedió así y no de otra manera. Me da igual: sé que es imposible recordarlo todo -incluso aquello que hemos vivido durante el día y lo rememoramos al filo de la madrugada-, sé también que es imposible contarlo todo porque si lo contamos todo es como si estuviéramos muertos, sé que no podemos vivir sin guardarnos un as en la bocamanga para -si las cosas se ponen mal- evitar el desastre irremediable que nos conduciría al borde del abismo. Muchas veces se dice Ignacio Carrión que ese as es el de la muerte, el de la propia o esa otra, ajena, que ronda santísimas páginas del libro. Porque hay en las páginas que comentamos la vida y la muerte dándose la mano a cada instante: como si fueran a ratos -que lo son- una misma cosa: la muerte de los familiares, de algunos amigos, de algunos hijosdeputa que ojalá se hubieran muerto antes y así el mundo y la vida hubieran sido otra cosa más feliz y tan distinta.

         Busca Ignacio Carrión en sus relatos de tantos años un acercamiento a alguna verdad que justifique sus aspiraciones a una vida digna: profesional, sentimental, de leal amistad que ayude a sobrevivir con más seguridad que desconfianza, de zozobra personal superada con la ayuda inestimable de quien siempre está ahí, esperando que le digamos “échame una mano porque si no me muero”. Y es aquí, en este punto, donde me acordaba de un escritor que nombra Ignacio en su libro algunas veces y que está siempre presente en sus páginas: Franz Kafka. En uno de sus diarios escribe el autor de “La metamorfosis”: “No volveré a abandonar este diario. Debo mantenerme aferrado a él, porque no puedo aferrarme a otra cosa”. El diario como tabla salvadora y no -como anunciaba yo al principio de este texto- como la publicitación de una solvencia que resultaría, a la postre, pura obscenidad presuntuosa. Hay mucho Kafka deambulando por las páginas de este libro. Mucho Kafka. La obsesión por la salida a tantos laberintos oscuros, el rearme imprescindible para no sucumbir a los contratiempos, ese ahogo en que se traducen tantos despertares: como si cada mañana Gregorio Samsa saltara de la cama -ocupada solo o en compañía por Ignacio Carrión en sus largos viajes por el mundo- y se le apareciera con sus mil patas repugnantes anunciándole que nunca somos los mismos que fuimos el día anterior, anoche mismo, un minuto antes de despertarnos, sin ir más lejos. La angustia de Kafka vertida en los párrafos extraordinarios de este libro inmenso. Porque no lo dije antes y lo digo ahora: vencidas tantas cautelas entre las anunciadas antes, he de decir que lo que aquí se cuenta es extraordinario y, sobre todo, es extraordinaria la manera de contarlo. Y afirmo ya, llegados a esta altura, otro de los excelentes contenidos del libro: las referencias -algunas de ellas muy domésticas pero todas llenas de una gran sabiduría- a amigos, a escritores, a gentes que se movieron con él o por sus alrededores. Y todo eso, que en otras manos pudiera reducirnos en aquel recelo que contaba en las primeras líneas, se cuenta con el estilo que hace grande todo relato: disparo seco y al corazón del otro, de quien lee, de quien está situado –como yo me sitúo siempre delante de textos como éste- en el ángulo lejano con el catalejo protector de la cautela. Estilo que llena el texto entero y que nos acerca lo que dice a quienes -escépticos o no- asistimos boquiabiertos a la lectura.

         Hay crueldades sin cuento en algunas páginas, ironías que matan al otro y a sus obras (sean éstas políticas, literarias o de simple estrategias del vivir). Como ésta que transcribo al pie de la letra y que hace referencia a un escritor amigo (de Ignacio Carrión, quiero decir, y muy importante en las letras latinoamericanas y de aquí mismo): “El caso es que, de nuevo, Alfredo protagonizó otra historia de novela romántica. Me alegro de que su fin pueda relatarlo él mismo. Y espero que, con su portentosa imaginación, saque provecho a esta historia y la relate en cincuenta folios”. Pero hay otras referencias que te concilian fervorosamente con la escritura, con la decencia de quien lee y luego deja constancia del estado de ánimo que duró mientras duraba la lectura y del que vino luego, a la hora de contarlo. Me refiero a lo que escribe sobre una novela de Samuel Beckett. Habla Ignacio Carrión de “Malone muere”. Dice que su lectura le ha cansado. Pero viene luego una afirmación que ennoblece ese cansancio. Y es esto: “No es bello el relato. No puede serlo. Pero es un ejemplo magistral de armonía: lo pequeño es grande, la minúscula sensación se convierte en sufrimiento insoportable, el detalle más ínfimo cobra una dimensión imprevista. Malone es como un gigante paralítico privado de todo consuelo. Es un hombre que muere sin dioses ni promesas alrededor. Malone (m-alone) está solo, como un perro abandonado en mitad del campo”. No sé si puede haber una confesión más clarificadora y valiente de cómo concibe uno la belleza literaria, incluso su propia existencia: el horror, el cansancio a que ese horror nos somete superado en los vuelos de la mejor escritura. Más o menos lo que decía Rilke de la belleza de sus ángeles. Juntos el horror y la belleza. Como en este libro tantas veces. Por cierto, en el capítulo de curiosidades que vienen al pelo en estos días hay otra que recuerdo: no le gustó a Ignacio Carrión “Cien años de soledad”.

         Cumplimos, pues, el rito de la lectura con este libro biográfico escrito por otro sobre uno mismo. O al revés. En cualquier caso, aquí está. Y para terminar lo que digo, otra excursión al territorio de lo ajeno. Escribía Carme Riera en su prólogo a los Diarios de Carlos Barral: “El hecho de llevar un diario comporta en parte, además de las consabidas referencias al placer solitario, un RITO DE PURIFICACIÓN”. Pues sí. También, y sobre todo, quizá este libro haya sido eso. Un rito de purificación. Porque en ningún momento del relato -que ya dura tantos años- ha esquivado su autor el compromiso con eso que podemos llamar -con todos los recelos que se quiera- la verdad de los hechos y de quienes fueron sus protagonistas. Siempre hay un ángulo moral -a veces casi clandestino, casi invisible a la mirada ajena- desde donde observamos como espías a los otros y también, cómo no, a nosotros mismos.
        
         Eso, ese ángulo, deviene aquí, en las magníficas mil páginas de este libro, la verdad de una historia, su acercamiento al lector a través de un estilo que la dignifica, lo que pudo haber sido -y a lo mejor fue- el cuaderno de bitácora de alguien que una vez viajó por los pasillos de una librería valenciana que se llamó Lope de Vega y acabó de contador de historias en muchos periódicos, en alguna televisión y en libros tan hermosos como éste que les estamos contando esta tarde, en una casa que fue la suya, la de Ignacio Carrión cuando era más joven que ahora. Y nosotros también. Y tanto que éramos más jóvenes. Y tanto. Muchas gracias.

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Texto de presentación del libro de Ignacio Carrión. Ed. Edaf 2007