ESCABAS, EL PAISAJE SONORO
de Paco González
Decía el otro día Manuel Rivas, en un texto donde defendía la última novela de Bernardo Atxaga, que escribir es vivir dos veces. O más de dos veces. Algunos ratos, el camino hacia la vida que es escribir también se da a la inversa. Según lo que se escriba, y desde dónde se escriba, escribir puede ser morir dos veces. O más de dos veces. El libro de Paco González nos sugiere, cuando le has dado la vuelta a las hojas y has cerrado las tapas, ese doble itinerario que va de la belleza al horror y del horror a la belleza. Porque habla del tiempo y el tiempo tiene algunos días la mirada dirigida hacia delante y otros días se ciega y da vueltas y más vueltas para buscar el sitio donde tenemos las raíces.
Ahí, a la búsqueda de esas raíces se va la escritura de este libro. Ahí se mete en vena la jeringuilla de un lenguaje que en algunas páginas hace daño y en otras es como una pócima de esas raras que alivian todos los males, como aquellos parches Sor Virginia que no salen en este libro pero podían salir y no desentonar con los otros ungüentos que, en forma de tebeos o consignas escolares, sirven para decirnos que el tiempo es como un cucurucho de papel de estraza que se rompe nada más sentir el contacto con la piel escamosa del pescado. Aquí el agua y la piel son otras, aunque a veces tengan también la textura rasposa de un recuerdo que -cual sucede con todos los artefactos de la memoria- nunca sabremos si nos viene de aquello que vivimos antes o de lo que nos acabamos de inventar para no morirnos de asco y de olvidos. “Parece como si todo hubiera envejecido”, escribía hace muchísimos años Paco González en un libro de poemas. Y lo que viniera luego -añadía el autor- se convertía en algo decididamente inaccesible. Como inaccesible, tantos años después, es el paisaje que nos cuenta en su libro de ahora. No podemos llegar a ninguna verdad porque el único paisaje que cuenta es el que -más o menos construido desde las leyes siempre confusas de la memoria- nos tiende el escritor para que urdamos nosotros, a partir de ahí, nuestra propia memoria, los paisajes que fueron nuestros pero no porque eso obedeciera siempre a nuestras propias decisiones sino porque el tiempo es también territorio donde el poder hinca su rabia como los alacranes y nos deja a la intemperie, estatuas rendidas a los designios de sacristías y rezos inmisericordes, a la cultura del desgarro, a tener que escribir lo que Paco González escribe en este libro para que, igual que sucede en “El hijo del acordeonista”, la novela de Atxaga que les contaba al principio, la escritura sea la escritura infeliz del destierro más que esa otra que nos confunde el tiempo con algo que se parece inútilmente a un dulce de fresa o a un imposible amor sin fisuras que, como todos los amores sin fisuras, son mentira.
Si toda escritura del recuerdo tiene algo de evocación, de obstinada voluntad de recuperar el tiempo transcurrido, también hay en esa recuperación una decidida estrategia de usar aquel tiempo como puente de hierro hacia el futuro. Si no es así, ni el recuerdo ni la memoria sirven para nada: serán puro regodeo pastelero con el pasado, una manera como cualquiera otra de limar las cicatrices, de lijar las márgenes del río con un cepillo de púas blandas como un higo, de ternura más vieja y cursi que las películas de José Luis Garci. Y digo esto porque me lo chiva un poema extraordinario -como todos los suyos- de Ángel González, seguramente el poeta que más amo. En esta hora -dice- la nostalgia/ no viene del ayer/ sino del ahora mismo. Porque si no es así, si lo que se escribe es pura y llanamente la recreación impasible de un pasado, lo que escribimos es una solemne tontería. Es aquello que les decía al principio del horror y la belleza, como ya contaba Rilke cuando hablaba de sus ángeles. La memoria no es nada, menos que un trasto inútil, si no escarba en el ahora mismo como dice Ángel González. La memoria no puede ser compasiva con nadie, ni neutral, ni majadera. O recordamos a gritos o mejor será que nos callemos.
En Escabas, el paisaje sonoro, hay a ratos ese grito y otros en que su autor regresa a los orígenes con la cautela tranquila a que obligan los retornos. Es su memoria puesta al descubierto, con sus luces y sus sombras, con aquellos personajes que le ayudaron a crecer desde una oralidad mezclada con las hogazas de pan compartidas en los trenes. Nos cuenta lo que otros le contaron, lo que él mismo fue arrancando a esa lista intransigente de olvidos que tercamente cerca la geometría del recuerdo. No faltan las cercanías culturales de un tiempo demediado, los tebeos, los libros que nunca tuvo, las películas y los actores -y sobre todo las actrices- de esas películas que eran como los héroes donde se miraba la chiquillería de entonces, aquellos tiempos de los primeros televisores en blanco y negro, llenos de rayas, de rombos despóticos que invitaban a la imaginación más que al conocimiento. A veces no se sabe quién habla, a qué voz pertenecen las historias que se cuentan. Es una manera de volcar en quien lee esa condición inexcusable que todo buen relato ha de contemplar si no se quiere perder en la impostura: descubrir al lector en sus páginas, no construirlo desde fuera. La mirada que lee ha de estar ya ahí antes de empezar el libro, ha de haber sido levantada ahí por quien escribe. Es la única manera que en este libro, y en cualquiera otro, pero en éste más que en muchos de esos otros, es la única manera, digo, de que el lector tenga parte activa en lo que lee: descubrirse ahí, entre las ringleras de agua del río que no para de discurrir, aun desde la invisibilidad en tantas ocasiones, por las páginas de este hermoso libro de Paco González.
Hay también aquí una lengua que es la de la tierra que nos cuenta. No hablan tanto los personajes como la tierra de donde proceden. No sé si sobran las comillas que convierten algunas palabras en signos extraños: como si las palabras necesitaran explicarse entre comillas. Creo que no es eso y eso es lo único que le reprocharía a este texto cuyo máximo nivel de entendimiento entre él y quien lo lee es el de la coherencia. Las palabras, las viejas y las nuevas, se mezclan sin que tenga que usarse ningún esparadrapo para juntarlas. Ya digo: el único reproche. Y luego ya lo otro, todo lo demás, la historia de unos personajes que viven a la vez en las espaldas del tiempo y en la mirada despojada de quien mira, de un paisaje que como todo paisaje devendrá al cabo un paisaje moral, de unas palabras que nos cuentan la historia de todo eso con el arrebato y la pasión que todo buen contador de historias ha de verter en las páginas que escribe. Cuando acabé este libro, me fui a buscar un viejo poema de César Vallejo del que me acordaba vagamente, como vagamente se recuerdan los poemas, incluso aquellos que más te ayudaron a vivir. Contar así, como tocando a rebato para la lucha final entre quien escribe y quienes leen, como César Vallejo en su maravillosa “Epístola a los transeúntes”. Estos cuatro versos, tan cercanos al proceso arrebatado de escritura del libro que hoy nos junta: Reanudo mi día de conejo,/ mi noche de elefante en descanso./ Y, entre mí, digo:/ esta es mi inmensidad en bruto, a cántaros.
A cántaros, apasionadamente, sin dejar un palmo libre al sosiego: así ha sido escrito Escabas, el paisaje sonoro. La escritura doble de la vida y de la muerte que les decía al principio de estas líneas. La escritura que viene de la evocación y se va convirtiendo poco a poco en algarabía entusiasta de luces y de sombras. Ni más ni menos como es la memoria, toda memoria y sobre todo la memoria que alimenta las historias de este libro: a rachas luminosa, otras como si fuera sucediendo en el atardecer, y más allá aun otra, ésa que se vuelve oscura y llega a dar miedo algunas veces. Por eso, lo que también les decía hace un rato de la última novela de Bernardo Atxaga: escribir desde la memoria es asumir casi siempre la abrupta condición de desterrados. Ojalá os guste este libro como a mí me gustó. O un poco menos. O bastante más. Yo qué sé. En cualquier caso, leedlo y que lo que venga después no sea el arrepentimiento sino las ganas de volver a empezar desde el principio. Gracias.
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Texto de presentación del libro en Valencia. Septiembre de 2004