Arturo Pérez Reverte

 

EL PINTOR DE BATALLAS

Alfaguara 2006

 

“El suelo de las guerras está siempre cubierto de cristales rotos”, escribía Arturo Pérez Reverte en “Territorio comanche”. El ruido que hacen las botas al aplastarlos es el que precederá al otro ruido del disparo, el que saldrá de cualquier ventana o azotea y tras él la sonrisa oscura del francotirador ocupará el campo humeante del encuadre. Ha escrito mucho Pérez Reverte de las guerras. Y ahora repite pero echando mano de la guerra para levantar el telón de fondo de una historia más compleja. Lo digo como avanzadilla: creo que “El pintor de batallas” es su mejor novela. Esto es una tontería dicho así. Su mejor novela. ¿Y las otras qué? Las otras también están aquí. Por eso, a lo mejor, digo lo que digo. Y además de las suyas, hay en las páginas de la que hoy relato bastantes otras historias que vienen de tiempos remotos. En la pared que Andrés Faulques está pintando, en una casa solitaria, casi inexpugnable, desde la que se ve el mar, hay pedazos de “ La Ilíada ” y “Moby Dick”, de Goya y Brueghel, de Orson Welles en “La dama de Shanghai” y de las enajenadas arremetidas del tsunami. Todo el horror eternamente repetido en los sucesivos tiempos históricos que a la humanidad le ha tocado vivir en el planeta. Pero el espacio donde se desarrolla “El pintor de batallas” no es físico sino moral. Lo que sucede en esta magnífica novela transcurre en la conciencia: en la de quien la escribe, en la que estruja la cabeza de quien la lee, en la que explota a ratos en la cabeza de sus protagonistas. Tres en este caso. Dos hombres y una mujer. El que fuera fotógrafo de guerra Andrés Faulques, su compañera Olvido Ferrara y el hombre que acudirá a la casa del acantilado para cumplir una venganza, un croata llamado Ivo Markovic. Y de fondo, ese telón lleno de escenas bélicas que cubre de principio a fin la historia del género humano.

Como en ese arranque espléndido de un cuento de Ernest Hemingway, alguien llega a la novela para matar a otro. El pasado regresa para exigirle cuentas al presente. Vivimos de prestado, eso lo sabemos. Pero se nos olvida que el horror no se acaba nunca una vez su maquinaria ha empezado a ocupar los arrecifes de la historia. Un día Faulques hizo una fotografía y el clik apresurado sobre una columna del ejército croata batido en retirada se convertirá con el tiempo en el clik furioso del gatillo de un fusil que atiende a la venganza. Esa fotografía, en principio inocente, casi rutinaria, desencadenará, por ese azar que los antiguos se empeñaron pomposamente en llamar destino, una serie de acontecimientos con tintes de tragedia. Será desde ahí, desde el túnel renegrido de la guerra, de todas las guerras, de donde llegará la víctima a saldar sus cuentas con el causante de aquella cadena de casualidades convertidas en un horror inabarcable. Pero lo que podría ser una simple recreación de la venganza, de lo que dura el rencor en la pupila de quien sufre la devastación y la fiereza del monstruo, de la distribución moral de los papeles entre los personajes, lo que podría ser eso sólo, resulta aquí de una complejidad que engrandece, si no la dota de un sentido único, irreprochable, “El pintor de batallas”. No hay una línea recta que lleve del verdugo a la víctima. Esa línea se ve cruzada por otras que añadirán nuevos caminos a seguir de uno a otro. No hay un orden único que organice el desbarajuste de lo infrahumano sino todos aquellos (individuales y colectivos) que inciden en la cínica desenvoltura de sus efectos letales. Sólo, por poner algún alivio a tanto pesimismo, el amor aparece para cicatrizar tantas heridas. Aunque después ese mismo amor se convierta en la cicatriz más cruel, durante un tiempo al menos habrá provocado una miaja de ternura, de caricias tomadas al dominio agreste de las bombas, de tiempo muerto robado al otro de la violencia insoportable.

El suelo de esta novela está lleno de cristales rotos. Como el de la guerra. Como el de todas las guerras. A cada paso sobre esos cristales surgirá una algarabía de sensaciones encontradas. Nada hay de complacencia en esta novela última de Arturo Pérez Reverte. El paisaje que dibuja Andrés Faulques en las paredes de su casa no nos llena de satisfacción sino de rabia y desesperanza. La única salida complaciente que nos brinda ese paisaje es la de la lectura de las páginas que lo acogen. Para mí, insisto, las mejores que ha escrito el autor porque encierran todas sus mejores anteriores. Y las mejores de otros autores que venimos admirando desde siempre.