Todo pasó,
todo es borroso ahora, todo
menos eso que apenas percibía
en aquel tiempo
y que, años más tarde,
resurgió en mi interior, ya para siempre:
este miedo difuso,
esta ira repentina,
estas imprevisibles
y verdaderas ganas de llorar.
Ángel González
Alguien que ha sufrido, lo que sea, alguien que haya sufrido puede elegir entre contar el dolor o guardarlo en el silencio. Cualquiera de las decisiones sería legítima. Es el derecho de la víctima a diseñar sus estrategias de supervivencia, a que nadie la obligue, bajo ninguna razón, bajo ninguna, a decidir algo que pueda aumentar aquel dolor antiguo. Después de muchos años escarbando en historias de otra gente, de inventar personajes que antes fueron, más o menos, hombres y mujeres que vivieron muchas vidas, sé que el silencio cierra heridas. Y también sé que las historias crecen cuando la voz -casi siempre temblorosa- de sus protagonistas se pone a contarlas con el acento puesto en la inseguridad, en esa posibilidad que hay de que lo que se cuenta ya no sea lo que realmente sucedió sino lo que se recuerda. Y ya sabemos que no hay recuerdo exacto, que todo será retazos de recuerdos, que la única memoria decente es aquella que aun con sus inexactitudes nunca estará basada en la mentira.
Entre las personas que he conocido en el tajo de la bien o mal llamada recuperación de la memoria histórica está Vicente Muñiz Campos. Le he escuchado algunas veces, no muchas, porque habla tímidamente, como si hablar lo sintiera aún como algo delictivo, igual que era antes, cuando niño en el hospicio y cuando ya mayor supo lo que era la dictadura franquista y situó ahí, ya sin huecos inútiles, la muerte, el asesinato por fusilamiento de su padre y de su madre. Los acusaron de lo que se acusaba entonces, en esa mezcla de vergonzosa humillación y cobardía que los códigos del franquismo imponían a los comportamientos ciudadanos, los acusaban de canallas, de asesinos. “Si los hubieran fusilado por pertenecer al POUM o a la CNT, hubiera sido un motivo de orgullo, y nada hubiera removido. Pero los franquistas mancharon sus nombres, acusándoles de viles asesinatos, presentando a dos idealistas que lucharon por un mundo mejor como vulgares delincuentes y criminales”. Lo escribe el hijo, muchos años dedicados a remover el cielo y la tierra de la memoria de sus padres. Fusilados los dos el mismo día. No por criminales, claro, sino por rojos. Aunque el franquismo no lo dijera, aunque pusiera adjetivos falsos al exterminio en que convirtió un mal día su victoria deleznable sobre la lealtad republicana.
Es inacabable el tiempo que Vicente viene dedicando a la recuperación de la memoria de quienes murieron tan jóvenes y sus muertes dejaron a los hijos en la espesura gris de los hospicios, en la necesidad de descubrir por ellos mismos los embustes de la dictadura, en esa encrucijada que siempre nos sumerge en los territorios inconclusos de la duda, a ratos de la culpa, casi siempre en una especie de letargo del que tardaremos en salir mucho tiempo, a veces demasiado tiempo. Los niños descubren paso a paso que la realidad no es la realidad sino algunas veces el más espantoso de los simulacros. Como aquella liebre perseguida por los galgos, que no era una liebre sino un pedazo de trapo corriendo a mil por hora como si tuviera vida. Y ese descubrimiento, que es la medida con que el estupor va dibujando los rasgos de la primera adolescencia, irá dibujando también, en la mirada del joven Vicente Muñiz, las rayas profundas de la rabia, de la palabra seca, del relato igualmente seco y rabioso, nunca rencoroso, eso nunca, que de aquel tiempo hará en las páginas que siguen a estas del principio. Porque eso también cuenta: la escritura hace crecer las certidumbres del relato o las destrozan. Y aquí hay certidumbre, energía suficiente para convertir la liebre-trapo en narración exacta de lo acontecido. Con una eficiente economía de recursos, cuenta en este libro lo principal y lo anecdótico, aquello que le marcaría para siempre y lo que se quedaría en la superficie de su existencia como una levísima pátina de polvo. El horror del fusilamiento de sus padres y la visita al hospicio de la hija de Franco, los dos extremos de esa curvatura donde se ubica el daño intransigente, la mentira del franquismo, la burla infame de los poderosos. Llegó la hija de Franco al hospicio y le ofrecieron una cuchipanda de lujo: “Allí estaba la flor y nata del fascismo valenciano. El banquete lo encargaron a un restaurante de Valencia, se lo comieron y se fueron”. Así de seco, el relato, así de sencillo, así de eficaz en la escritura del recuerdo.
Desde hace muchos años, Vicente Muñiz Campos está batallando con la Administración de Justicia, con la Administración de Justicia de todos los colores políticos que han pasado desde que la democracia existe en este país. Pero seguramente la democracia no da para que la Administración de Justicia conteste con justicia los pliegos que el hijo presenta con todos los requisitos legales para exigir la revisión del juicio sumarísimo que condenó a su padre y a su madre al fusilamiento. Desde hace muchos años, da vueltas y más vueltas por donde haga falta con tal de que aquellas muertes puedan ser selladas de una vez por las leyes de la dignidad y no por las de la vergüenza. Y no lo consigue. Pero no se cansa. Y ahora escribe. Con la ayuda de su hijo José Vicente, ha escrito su propia historia, un pedazo largo de su existencia misma. La Memoria se introduce con rigor en los laberintos de la Historia y el relato que encontramos en las páginas que siguen es, o al menos eso creo, el humilde inventario de un tiempo devastado, la elección de la palabra y no la del silencio para contarlo, esa búsqueda de la verdad que en gente como ellos -los abuelos, el hijo, el nieto- señaló y sigue señalando una manera hermosa de entender la vida. Y de vivirla.
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Agualimpia. Hijo de la República. Vicente y José Vicente Muñiz. Ed. Sepha. 2005